Cebada

02.04.2017

A las 10:54, en una cafetería de barrio, la luz del día deja ver la vergüenza que la oscuridad camuflaba. Detesto las mañanas que siguen a las noches de vicios. Las estanterías dan cobijo a botellas de Tanqueray, en la pared se apoya un surtidor de humo y cáncer, y una máquina altamente peligrosa para quien sufre de epilepsia entretiene a un ludópata que se va con las manos vacías. Al menos no le pesan los bolsillos. 
Forramos nuestro estómago con la menstruación de una gallina y patatas fritas en aceite reutilizado. En la televisión emiten un programa que da aún más pena que nosotras y no sé si me consuela y me sitúa en una posición de superioridad o más bien me acompaña añadiendo más lástima al asunto. Desde la canción de la Bomba hasta Britney Spears, pasando por Rocío Jurado, ya puedes hacerte una idea de cómo estaban las cosas. 
Me desperté en mitad de la noche creyendo que un reguero me recorría la nuca. De la imagen idílica que se había formado en mi mente -una montaña llorando su hielo- a la, sin duda preferible, realidad que me rodeaba, cambiaban tan sólo un par de variables: una amiga borracha acompañándome y el agua convertida en cerveza cayendo por mi cuerpo. Todo lo que me había conducido hasta esa situación merece ser contado con mayor detenimiento, desgraciadamente no cuento con el famoso "todo lujo de detalles" para describir fielmente mi camino. Recuerdo una piruleta, unos cuantos poetas, una preciosa interpretación feminista de Electra y el genio y el vestido de la asturiana que la puso en marcha; sensaciones que mejor me guardo por ahora y la desagradable taza de un váter. Las imágenes que han sobrevivido son prueba de lo siguiente​: mis emociones más dulces, más reales, más vivas, van, en numerosas ocasiones, de la mano del malestar corporal, del deterioro físico y del ridículo existencial.

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