Altitud

27.06.2019

Yo me encontraba ya, y todavía, en la casa de mis padres. Ángela me dijo que yo vivo en Madrid, por eso no puedo decir que la de Asturias sea mi casa, pero la verdad es que tengo un cacao tremendo con el dónde estoy y de dónde vengo. Ni una semana hacía que había vuelto cargada de sacas, un maletón y macetas con plantas, en el coche nuevo. Durante el viaje, mi padre fue sacándome temas a discutir, por el placer de llevarme la contraria. Toda la habitación estaba empantamaná, con la ropa usada tirada junto al escritorio y las valijas sin abrir amontonadas en el pasillito que queda entre la cama y la puerta. No me había dado tiempo a recoger porque todavía tenía que acabar de criticar la Fenomenología del Espíritu y elaborar un ensayo sobre las concepciones del espacio en Mesopotamia, Grecia y Roma. De las pestañas me colgaban ojerones color ceniza. Tenía el frío metido en los huesos, ese que te hace sentir esquelética y ruina. En los cinco o seis días no se había visto el sol.

Ese domingo ya calentaba la mañana. Con una taza de café a la derecha me apuré a resumir bien que en Babilonia el plano urbanístico es imagen del orden cósmico. Yo siempre entrego los trabajos minutos antes del cierre de la entrega, pero esta vez quise adelantarme unos días porque me esperaba en la Isla Bonita la compañía de una Aguara que también había finiquitado con antelación las exigencias académicas.

La impresora no funcionaba, la de mi tía estaba sin tinta, la de mi tío tenía la tinta solidificada, la del kiosko estaba fuera de servicio porque la dependienta que llevaba la copistería andaba de descanso y la sustituta no tenía autorización para sacarme fotocopias.

Me fui a la prisa a por mi prima, para comer en Gijón con su madre, que cumplía años. Volví también a la prisa, para hacer churros con la ropa y meterlos en el equipaje de mano. Mi padre me llevó a Oviedo, a por unas pastas para Ángela, y me dejó en la estación de bus. Al final la batería me aguantó bien, como para no haber tenido que imprimir los cuatro billetes. Me bajé en León, y me subí en otro autocar que me soltó en la T4 madrileña a las tres de la mañana. El control estaba abierto sólo para mí. Lo crucé como una reina, pero me hicieron tirar el aerosol y me quedé sin protección del 50. Abajo me tumbé en unos asientos de metal y me dormí un par de horas con el bolso de almohada y unos vaqueros largos debajo del vestido para no pasar frío. De esa guisa cogí el vuelo de las 7 a Tenerife Norte. Al aterrizar meé, me quité los pantalones y me puse rojo en los labios. Un café y a la cola del vuelo de Canaryfly para Santa Cruz de la Palma. Total que era la mañana siguiente a la de los griegos y los romanos y yo estaba en unas islas que miran a África por un lado y a América por el otro, pero que pertenecen a una España rancia que se las pega con fotoshop en la esquina del mapa.

Aguara apareció caminando con chulería y una mirada chispeante. Al besarla me sentí como si hubiera pasado la noche en una cama con sábanas de algodón. Desde entonces hasta este momento han corrido diez días, pero parecen años, o más bien un círculo que se apartó del calendario, a la esquina, sin fotoshop. Hablar de lo que ha sido es difícil porque todo parece tan importante que seleccionar con puntos y comas a fuente Arial se siente ridículo.

En Santa Cruz había balcones de colores con geranios asomados cara al mar. Yo hablaba sin pausas, como suelo hacer, sin asimilar del todo el aterrizaje y la compañía. Aguara acariciaba mi pierna cada vez que soltaba el cambio de marchas y yo acariciaba su nuca y miraba a ratos por la ventanilla, a ratos su perfil concentrado y sonriente.

Siempre pienso que esto es como San Francisco, me dijo al llegar a la colina -allí le dicen montaña- donde vivía. La verdad, eso estaba empinado como mi escote, y me pesaba el culo tanto como me dolía el pie cada vez que había que andar del coche a su casa. En la calle había gente casi siempre, y cuando no estaban, se asomaba un gato negro o chillaba una cacatúa desde su balcón. Vamos, en esa calle era verano. No dejamos de entrar y salir, de coger el coche para ir a miradores o a "riscos" al borde de un mar que quería matarnos.

Nos la juramos a la brisca y a mí me contagió el malperder porque me encanta la cara de enfado que pone cuando gano. Con su madre, además, saqué la otra baraja de cartas para leerle el futuro. Negativo el flujo financiero, nos reímos, ¿y en el presente?, negativo el flujo financiero. Y poner límites, hay que fijarlos porque una todo el tiempo da por el resto y se olvida de sí. Así todos los días nos decía Ángela que ella ya se apañaba con la guagua que nos fuéramos en coche y pretendía darnos de comer, de cenar y de recenar, dolorida y después de dar de comer y cenar en otras cuatro casas de Los Llanos.

Cuando ella pudo utilizar el Volvo de 1970 entonces nos fuimos un par de días al norte de la isla para conocer a la abuela y comer aguacate de verdad. Las piscinas de mar las conocía yo porque había estado ahí de pequeña. Al verlas se me aclararon los recuerdos. Al bañarnos se me aclaró el miedo. Aguara apoyaba los pies en el fondo y me dejaba poner los míos sobre su empeine, para no pisar bígaros -o burgaos, según si eres de Asturias o de La Palma-.


Como me queda una hora de vuelo para llegar a Madrid, intentaré ser selectiva y resumir, porque ya sé que me gusta enrollarme en exceso.

Pues en el Norte de la isla nos quedamos en la casa del Lomo, que estaba sola junto a otra nada más, encima de todo el pueblo y de todo el Océano Atlántico. Me hice muy amiga del perro con nombre de pirámide que, curiosamente, se parecía en aptitudes a mi pobre Tofi, que ayer se escapó y se desorientó en mitad de la tormenta. Aguara lo echó al jardín rápidamente porque resulta que de los animales sí es celosa. En realidad sólo quería aprovechar para escucharme alto entre sus dedos y sus labios. Nos pusimos una toalla debajo para no manchar la ropa de cama impoluta -parece que siempre nos desangramos cuando nos retrato. La humedad de mi tierra y de la suya nos cubrían de la frente a la entrepierna. Las mejillas volcánicas. Los ojos estrellados como el cielo de Barlovento. Me acordé de esa canción lésbica que dice "me fascina verte dildo en mano, mi gata fina" y luego lo agarré yo, con timidez, por primera vez bajo su clítoris, dentro. Qué música, qué escena. Mi tanga mojado y sus bragas empapadas en carmín quedaron colgadas de la estructura de forja y yo le dije que me gustaba el concepto: sexo lésbico menstrual. Me confesó después que le gustaba que la llamara reina.

Esos días comimos arepas, cachapas, papaya, plátanos, papas arrugadas con mojo, gofio y chocolate mamita (mientras cocinábamos el chili y también después). Nubia también nos dió de todo. La nieta pequeña de Nubia se hizo mi amiga y me preguntó si lo que llevaba era un bikini. Sí, ¿no te gusta? ¡Me encanta! Y trepó entusiasmada sobre mis piernas para frotar su piececillo lleno de arena contra mi rodilla. Me preguntó mi edad y le dije que adivinara, me echó 10 años. Después quiso saber si tenía hijos. A Aguara le dijo: ¿Tú eres una chica?


Otro día Aguara se decidió a destaparse la cara. Fuimos a la peluquería doblemente tarde. Primero, tarde porque nos retrasábamos 15 minutos de las diez y media, segundo porque la cita resultaba ser a las diez. Mechón al suelo, y otro, y el olor a suavizante y motor de secador quedaba sepultado bajo los restos de una melena impropia. El sonido de las tijeras rajando el pelo mojado me relajaba tanto como ver aparecer esos pómulos tan vivos con semejante acertar. La vi renacer, con una identidad más flexible, como es ella, y con un vigor como la lava, en cada lunar desvelado, en el cuello descubierto.


El día anterior había tenido también bastante de catarsis. No sé si tanta como el pelao, pero al menos se parecía al acorde que va con el verso "me has mirado, me ha encantado escuchar" de la canción de El Buen Hijo. Nos llevamos un chasco cuando llegamos al Porís y había una producción cinematográfica en marcha, pero el puerto de Puntagorda no estaba tan mal y una charquita artificial nos acogió junto a una fula. Comimos tortilla vegana precocinada y tabulé, con las manos.

Me llevó a la casa de la Mata porque chispeaba, o al menos porque queríamos que chispeara. Nos quisimos con la piel, con saliva, con unos gemidos tan brillantes como el sonido de la tuba. Se echó a llorar. No quería un hueco entre sus brazos y mi ombligo, mucho menos un hueco tan amplio como lo que hay de Córdoba a Guadalajara. Pero no las españolas, sino la Córdoba argentina y la Guadalajara mexicana. De allí nos subimos bien alto, y me dijo que ya me había avisado: me llevaría al cielo. Sobre un mar de nubes, entre pinos canarios, un Sol gigantesco descendía al tiempo que nosotras llegábamos a la cúspide. Desde allí se veía el interior de un cráter. Hacía un frío vibrante -chiquito pelete, como dicen los de Garafía- y las flores amarillas que yo llamaba pitines hacían el observatorio un lugar envolvente. Volvimos otras. De camino a casa la niebla no dejaba ver la carretera y el cristal no se desempañaba. Pero íbamos despacio, riendo, al tumbito, como nos hace falta.

Se me está acabando el vuelo. La verdad es que yo no dejo de creer, a pesar del vértigo constante. (Parafraseo a un cantautor que se cree Peter Pan)


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