Boria y orbayu

25.03.2018

Charlábamos tumbadas en la cama mientras nos tomábamos la sopa de sobre que Ana había preparado con esmero. No es ninguna tontería, para que la sopa de sobre esté buena hay que masterizar la técnica. Mi abuela preparaba maravillosos caldos artificiales, a mis padres, sin embargo, siempre se les requemaban.

Mientras saltábamos de conversación en conversación, enredaba mis dedos en su melena de xana. Su compañera de habitación también tenía un cabello largo y perfumado. La hierbabuena colgaba del alféizar de la ventana, asomándose al patio interior. Como espadas batiéndose en duelo, nuestras pupilas se chocaban con sonido metálico y se esquivaban evitando resolver el último corte. Preferí el filo a la huida.

A partir de ese instante experimenté la ligereza de un ecosistema con latido propio. Mi piel con su piel se sentía natural, parte de un estado precontractual. Me acarició una y otra vez. Le pregunté en qué pensaba y respondió que estaba relajada. Nos abrazamos toda la noche, yo sonreía porque había sido fácil.

A la mañana siguiente me fui temprano porque tenía una clase obligatoria. Cuando ya estaba de camino, vi el correo en que mi profesor informaba de que cancelaba la lección. Por primera vez en meses, no me había dado tiempo a desayunar, pero no supuso un problema.

Las paredes de la línea del metro eran de color verde pastel, para que mi choque con la realidad no fuera brusco. En Plaza Elíptica me planteé si tenía sentido irme a la universidad para recibir una lección de tan sólo cuarenta y cinco minutos. No encontraba la parada del bus que me dejaría -tarde- en el campus. Entonces apareció la catedrática de filosofía. La noche anterior le había hablado a Luna de su maravilloso pelo largo y canoso; esta mañana, un tinte rubio pollo le restaba magnetismo. Aún así, su presencia me incitó a ponerme en esa cola de gente. Llegué a la facultad a los pocos minutos.

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