Casa Sofía

09.07.2017

No tenemos ni idea de quién es Sofía. El establecimiento número 44 de la Calle Juan Álvarez Mendizábal es regentado por una familia china pero mantenido en pie por una joven con aspecto del Este que se llama María. A María se le van cayendo las sábanas a cada paso, lo que me sorprende es que no se le caiga el techo también encima.

Este peculiar segundo piso almacena a sus huéspedes como si fueran mercancía. Enlatadas descansan las sardinas en sus respectivas literas, taponando estanterías que albergan polvo y papel. Hay algo de familiar en el ambiente, si bien no puede llamársele acogedor en el estricto sentido de la palabra. Los techos altos cubren muebles de los que se venderían en una tienda vintage de mala calidad. Todo da la impresión de estar a punto de resquebrajarse, de querer romperse en un estruendo de humo.

Los azulejos que se encaraman a las paredes de los aseos podrían perfectamente llevar ahí cosa de dos siglos, con pigmentos burgueses tipo azul oscuro y granate en las cenefas. Bajo su espalda brillaban húmedos mientras ella goteaba de placer.

Una mujer completamente esférica sorbía fídeos chinos encajada en un sillón casi la totalidad de la jornada y fingía una vida en un ordenador. En el Casa Sofía había espacio para las insolentes que queríamos comernos el mundo y a todos los bollitos de Chueca. Volvimos a casa con lo conocido en la boca y, por mi parte, sin ningún desazón. 

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