Charlotte Cruz y Rosario (o Charlie y Charo, para las amigas)
- Pasaporte, por favor. ¿A dónde vuela?
- Cracovia. -respondió mientras rebuscaba en el bolsillo de la mochila. -Aquí tiene.
- ¿La señorita Cruz no viaja?No, Charlotte no viajaba. Felicidades Rosario, pensó. Rosario había decidido volar de todos modos. Después de una noche de fiesta, para celebrar la veintena que la alejaba de la inmadurez, sus amigas la llevaron en coche al aeropuerto -actitud bastante inmadura, dicho sea de paso, teniendo en cuenta las copas que llevaba encima la conductora. La ruptura había sido turbulenta. Habían caído lágrimas de rabia, como arrojadas por Dios desde el cielo. Se habían gritado que se odiaban, que no podían más. Charlotte había bramado largas vocales con agudeza y desconsuelo. Rosario tenía la mirada ausente y el llanto encerrado, le chillaba el pensamiento pero de su boca no caían más que pequeños gemidos, quizá para tratar de rogar silencio. No compensaba los alaridos, de cualquier modo. Una rogaba explicaciones y la otra no se lo explicaba.
Habían pasado ya tres meses, aproximadamente, cuando la azafata en el mostrador le recordó que aquello se había planeado como una escapada para dos. Cogió su tarjeta de embarque, dio las gracias y se fue, preguntándose cómo habría sido todo si no hubiese decidido que la relación había muerto. A veces la echaba de menos, sin duda. Pero no como la primera vez, esta vez sabía que no había forma de recuperar el entusiasmo.
Charlotte y Rosario se conocían desde pequeñas, pero no personalmente, claro. Entablaron relación durante los dieciocho de la segunda y los dieciséis de la primera. Tenían una forma adolescente de quererse, su felicidad sabía agridulce como la salsa de los rollitos primavera. Cuando comenzaron a gustarse, Rosario aún vestía de negro. Charlotte estaba envuelta en un halo de misterio magnético, y como era de esperar, desataba electricidad a los ojos de Charo. Esa burbuja gris, similar al éxtasis, se las tragó en conjunto.
Sois una pareja encantadora, decían sus amigas. Daban fiestas en las que terminaban vomitando un líquido color negro con tropezones y comiéndose el coño delante de todo el mundo, no importaba demasiado. Una vez, Charlotte montó en cólera, porque el niño que había besado a Rosario por primera vez, le había puesto la mano sobre la rodilla y Charo reía encantada. Encantadora, así la definían los amigos de "la señorita Cruz". Todos adoraban su masa de pizza y le gastaban bromas descaradas sobre comerse o no comerse los bordes esponjosos. Fue un verano de película barata. Las bombillas led de colores adornaban sus bailes y mientras todos se sumergían a oscuras en la piscina, ellas corrían a la bañera sin que la jauría se diera cuenta.
Rosario ha comprado una entrada para ver a la cantante que escuchaban en bucle aquel agosto. Deseó que Charlotte la acompañase, deseó aún más fuerte que Charlotte volviese a pasar un agosto así con ella. Después trató de autoconvencerse de que estaba siendo una ilusa. Charlotte se había quedado perpetuamente en ese estado de frenesí, borracha a las tres de la tarde en un día cualquiera. Esta vez lo tuvo fácil, no tuvo que forzarse a reconocer la imposibilidad de revivir el pasado, porque cuando cogió su teléfono, envuelta aún en las toallas de ducha, dejando una huella húmeda por el pasillo, se encontró con un mensaje de voz de Charlie. Le hacía una pregunta cualquiera, lo relevante eran las risitas que dejaba caer entre palabra y palabra. Lo siento, estoy un poco pedo, decía. Se dio cuenta de que lo que deseaba no era volver con ella, lo que le gustaría era no haber cambiado tanto y ser capaz de entenderla. Rosario, algún día, había disfrutado de esa forma tan nihilista de vivir.
Eran egoístas, eran dos jóvenes que vivían para sí y se autopercibían como seres desgraciados. Ahora, a Charo le parecía puro individualismo, pero entonces, había sido capaz de comprender. Ella misma había sentido el sufrimiento que ahora negaba y repudiaba cruelmente en todo el mundo. Cómo era posible que de la noche a la mañana se hubiese convertido en una de esas personas sin paciencia alguna para lidiar con el hastío vital del resto. Quizá sentía culpabilidad por validar tales sentimientos desde una posición de privilegio. Se había hartado del drama, y eso la hacía despreciarse en cierta medida, porque sabía que los demás no se inventaban los días sin levantar cabeza.
Charlotte, la pobre Charlie, se había visto tachada de loca, abandonada por quien había sabido entender. Jodida roca fría, pensaba con rencor, se ha vuelto un jodido pedrusco cortante. Así que había abrazado sus grietas y había construido con ellas un meteorito. Remolino de venganza y dolor, se forjó una coraza, para que no hubiese una tercera vez. Ella, preciosa con su melena de lino, sus ojos de tigre y su culo de vasija, no iba a ser más un muñeco de trapo.
Hubo un tiempo en que Rosario regresaba a casa una vez al mes, después de ese verano al ritmo de Halsey pasado por pasión. Se había ido lejos, para estudiar una carrera. Cada cuatro semanas se dirigía al aeropuerto con un latido vertiginoso bajo el pecho y la emoción de correr a unos brazos de chocolate. Solía desayunar pastel de zanahoria en la zona de las puertas de embarque, subida en sus tacones de persona con voluntad de hacer ruido al desfilar. Pasaban las dos noches del fin de semana encerradas en una habitación polvorienta de luz amarilla, abrazadas, tristes porque pronto tendrían que volver a separarse. Así hasta que Charo fue perdiendo las ganas de volar. Esa fue la ruptura número uno.
Charo se enamoró -quizá enamorarse sean palabras demasiado serias -Charo se encaprichó por Clitemnestra, una compañera de clase. Todavía le quedaba muy lejos eso del amor libre, aunque lo predicase como mantra, así que se sentía culpable. Algo le decía que, si quería a Clitemnestra, Charlie ya no debía de ser tan importante. Así que roída por la culpabilidad, como si hubiese traicionado a Charlotte, la dejó para descubrir más tarde que se había equivocado, la echaba de menos.
Rosario ahora siente cosas por mucha gente, cosas que ni siquiera puede bautizar. Si hubiese sabido entonces que esto era natural, quizá no habría dejado de ir al aeropuerto, subida en sus tacones de persona con voluntad de hacer ruido al desfilar. Ayer le preguntó a Charlotte qué haría en septiembre. Charlie respondió que se mudaría, pero no a Ciudad del Ocre, sino a un pequeño puerto industrial. Eso entristeció a Rosario, que de algún modo tenía la esperanza de reencontrarse en un mismo momento vital. Los barcos se habían hundido.