Conveniente

Sería conveniente ganar dinero haciendo lo que a una le gusta, pensaba de vuelta a casa. Todas aquellas imágenes proyectadas sobre la pantalla grande se superponían ahora a los exámenes de inglés que había supervisado por la tarde. Había sido una gala bonita, la emoción de los directores principiantes era genuina: brillaba en sus ojos y a veces provocaba cierta angustia. Esa vulnerabilidad en bruto la incomodaba y conmovía al mismo tiempo. No podía dejarse embriagar completamente, de todas formas, porque aquel no era su mundo. A los dieciocho quizá sí, pero su padre le había sacado esa idea de la cabeza. Se había convencido de que no podría hacer cine sin saber otras cosas, así que estudió otras cosas. Ahora ya no percibía su tiempo del mismo modo, ya no creía que pudiera formarse para el cine, como había previsto de adolescente. Una variable importante se enunciaba en el momento presente por todas partes: el dinero. Había que ganar dinero para poder comer, dormir, bailar, tomar café con las amigas, ir en metro y escribir.
Aquel no era su mundo, pero tampoco lo eran otros en un sentido laboral. ¿Se podía llamar mundo a algo vivido a solas? Escribía para algunas personas que desde el anonimato consultaban su blog. Bien podía ser una sola, accediendo varias veces al día, o realmente sesenta. Sus tres amigas siempre se leían sus posts. Eso estaba bien, suponía, pero le generaba inquietud, no podía evitarlo. Desconfiaba de su criterio, por si este fuese fruto solamente del amor. Aunque no creía en los puntos de vista objetivos, verdaderos, no lograba permitirse recibir valoraciones afectivas. Por eso se trataba de un mundo vivido a solas y no de un mundo en solitario. Le faltaba una afirmación, un suelo sobre el que erguirse para escribir, pero eran muchas las grietas que se abrían entre las palabras y la legitimidad.
Tenía la suerte de percibir, aunque de forma muy tenue, que las palabras también le pertenecían, o que ella pertenecía también a las palabras. Era una cuestión de imaginación que seguramente se enraizaba en el privilegio de haber crecido en una casa donde había libros en las estanterías. También tenía verborrea, un impulso expansivo, le parecía que cualquier cosa podía ser contada. Y además se había sumergido en la crítica. La crítica feminista se parecía a un suelo. Al menos al plano de un suelo sobre el que reclamar la narración, el discurso, el mundo.
Caminaba enredada en ese pensamiento: "sería conveniente ganar dinero haciendo lo que a una le gusta". Había querido tomarse el trabajo como un medio para conseguir un salario. En parte por desvincularse de la idea de la vocación, y en parte porque no le quedaba otro remedio. Si hubiese sido una apasionada de la maquinaria industrial o del análisis de datos no habría tenido que disociar la supervivencia de los placeres. Ahora ya estaba cansada de pasar demasiadas horas al día explicando el present simple y los modal verbs. Le dolía la cabeza, sentía los músculos de la espalda contraídos, se le habían retorcido al examinar oralmente al grupo de P2 y no habían vuelto a relajarse. O quizá las contracturas viniesen del frío que hacía en casa o del susto que se había llevado al recibir la factura del gas. Como cada vez que volvía a casa de noche, la calle le exigía una atención ansiosa. Percibía rápidamente a cualquiera que caminase cerca. Si llevaban perro se tranquilizaba, sin saber muy bien por qué. Al menos no era fin de semana. Se cruzó con una chica que le sonrió, interpretó alivio, porque ella también lo había sentido así y había querido agradecérselo con una mueca similar. No sabía exactamente qué agradecía, ¿gracias por no violentarme? Se sacó las llaves del bolsillo y olvidó el hilo de pensamiento anterior: qué ganas de cenar cualquier cosa y meterme en la cama.
Sentía culpa porque había vuelto a hacer la compra en el Carrefour 24 horas. Además, había elegido queso y cosas empaquetadas. No estaba bien. Tenía claro que los horarios de los supermercados no deberían extenderse en la oscuridad de la noche. De hecho, tenía claro que los horarios laborales no deberían hacerlo. Pero nuevamente no se había hecho cargo de organizar su cena a tiempo, antes de irse a trabajar. Tampoco se había hecho cargo de comprar con una bolsa de tela verduras de proximidad, o de elegir el calabacín sobre los lácteos. Hacía mucho tiempo ya que había vuelto a consumir lácteos. Y, para colmo, venía de la gala. O sea, que había vuelto a priorizar su disfrute por encima de los derechos laborales, de la responsabilidad ecologista y de cualquier tipo de militancia. El conformismo, el individualismo, la comodidad propia por encima del compromiso, ¿estaban reinstalándose en ella de manera intolerable? ¿Estaba asumiendo ese rasgo de la vida adulta llamado indiferencia? ¿Era la indiferencia una forma de camuflar el cansancio? Claro que ella no habría podido prever que sus compañeras de piso se quedarían confinadas esa mañana, que le tocaría desinfectar toda la casa y hacer la comida y que tendría que cancelar su cita de mediodía con una de sus mejores amigas. No era un buen momento para la imaginación. De hecho, otros mundos también se le negaban a pesar de la imaginación.
La semana anterior se había pedido una tarde libre en la academia para asistir a un laboratorio de pensamiento sobre la democracia radical organizado por la que había sido su tutora del trabajo de fin de grado y, de serle concedida la beca, sería su directora de tesis. Todos se preguntaban sobre la posibilidad de democratizar la democracia, de radicalizar lo radical, de ejercitar el sentido democrático de la gente... ella pensaba en lo difícil que le parecía la participación activa en un contexto tan agotador. Participar de la vida propia es difícil de por sí. Los desplazamientos al trabajo se vuelven momentos de ociosidad impuesta, la agenda los Diez Mandamientos. Por eso no estaba muy de acuerdo con la tesis del filósofo más reconocido de los allí presentes: provocar la incomodidad para que la gente se movilice. A ella le parecía que la democracia debía ejercitar y ejercitarse en el confort. Explicó su punto de vista: la democracia radical se ha debilitado en el desgaste. Claro que también como consecuencia de nuestra cultura política y de participación, heredera del trauma de la guerra y de la dictadura. Pero sobre todo en el desgaste. El poco tiempo libre del que disfrutan quienes pueden parece mal invertido en movimientos masivos, frente a figuras de gobierno que blindan el capital. Juntarse es complicado, encontrarse requiere de un espacio, de una energía, de una disposición, de minutos, de dinero. Y además de salud y confianza, en plena pandemia. Hacía medio año había leído Rebeldes: una historia ilustrada del poder de la gente. Ella creía en el poder de la gente y en la potencia de lo común. El epílogo de aquel libro hablaba del distanciamiento y de cómo podíamos encontrarnos en lo colectivo desde la distancia. Ahora aquello se sentía lejano. La proximidad estaba ahora solo en la amistad, en la familia, en lo que cada persona tuviese a mano inmediatamente. Eso hasta hacía un día, antes de que sus vínculos empezaran a encerrarse por contactos con enfermos. En cualquier caso, en aquel laboratorio todavía contaba con la cercanía de las amistades a algunas paradas en metro, con la puerta de casa abierta, sin barreras. Afirmó que la democracia radical, a su entender, sólo podía sostenerse en lo íntimo en ese momento, en los espacios de comodidad que reponen la energía en lugar de agotarla. De nuevo una mujer -una ninguna- hablando de los espacios íntimos como esfera política. Política de amigos, dijeron con el ademán soberbio del que ningunea sin esforzarse. Pero no le dolió en la autoestima, porque confiaba en las resistencias que se podían gestar en las casas, en las casas propias que cuidan de una.
Por eso todo se volvió tan triste cuando tuvo que cancelar la comida del mediodía con una de sus mejores amigas. De nuevo en el punto del aislamiento, de la ausencia de contacto y de calor, dos años después. En cuestión de una semana había reventado todo como una herida: ni compartir cama ni plato para proteger a quienes queremos como no nos protege la política del capital. ¿Nos encuentra desorganizadas? ¿Cuánto más podremos seguir ayunando afectivamente? Su amiga le dijo que se había ido llorosa a casa después de recibir la noticia de que no convenía encontrarse. Su tristeza la reconfortó, quizá el afecto podía sostenerse un poco más así, en precario.