Copas menstruales

15.04.2019

Llevaba la cuenta del momento del ciclo menstrual en el que me encontraba, tomaba notas también sobre la fase lunar, e intentaba predecir el día en que se me desharía el útero sobre las piernas. Según los cálculos de algún señor yo ya debía de ir por la mitad de un segundo ciclo. Claro, no iba yo a rebelarme contra la ciencia sólo a medias, así que a las treinta y tantas noches decidí sangrar. 

Cuando por la mañana me puse la copa menstrual, creí haber insertado una piraña en mi vagina. Pensé que estaría torcida, me la recoloqué. El ardor no desaparecía, y no era semejante a ninguna molestia experimentada con anterioridad. Esto tiene que ser un virus maligno, o un cáncer o un aborto. Fui correteando sobre las puntas de los pies, con las piernas abiertas hasta el salón. Le dije a Matilde: ME DUELE EL COÑO, y se rió de mí porque en mi casa no se les concede credibilidad alguna a las inhóspitas aflicciones que me aquejan. Al borde del ataque de pánico comencé a deambular de acá para allá buscando una solución. Primero me puse a investigar en google pero en seguida me di cuenta de que eso sólo agravaba mi estado de alerta y si, efectivamente, tenía algo de lo que allí se relataba estaba perdida, seguir leyendo no tenía sentido. Corrí a sacarme la copa, no se me había ocurrido antes, y me dejé en libre descomposición. Busqué en el cuadro médico el número de una ginecóloga y me dio cita para la tarde siguiente. Mierda, yo estaba rebelándome contra la ciencia, pero esto es una emergencia, pensé. Lo que estaba en juego realmente no era mi vida material, sino mi salud mental. 

A los cinco minutos ya no me dolía nada, pero yo sabía que se trataba tan sólo de una estrategia del ente maligno para que me olvidase de su presencia y decidiese no visitar a la señora de las tenazas y la camilla con patas de alambre. 


Llegaba tarde a la consulta. El cercanías estuvo detenido durante casi veinte minutos en la estación de Chamartín. Llamé a la recepcionista, no fuese a darme por extraviada o ya por muerta. Le dije que contase conmigo. Subí los peldaños de la escalera mecánica de dos en dos, dando brincos, como en los anuncios de compresas con sangre azul. -Creo que es la marca que usa doña Letizia.- Dos ejecutivos me cortaban el paso así que tuve que esperar meneando la pierna con impaciencia a que el lento escalar de la máquina me soltase a la puerta de Recoletos. Sprint en esparteñas medio descosidas Calle Villanueva para arriba. Cada cinco portales me detenía dos minutos para recuperar aliento.

Saludé a la recepcionista con una gota de sudor en la frente. La ginecóloga mantenía una animada conversación telefónica así que tardé unos minutos más en pasar. La sala de espera parecía un encuentro de padres del Colegio Santa María de los Rosales. No me habría extrañado encontrarme con Aznar pidiendo presupuesto para hacerse un injerto capilar. 

¡Qué susto! La ginecóloga era un doble de mi profesora de crítica artística. La misma expresión de indiferencia divertida, la misma voz ronca por el tabaco, entonación jocosa y áspera. Empezó a bombardearme con preguntas como: ¿padre vivo? ¿madre viva? ¿algún hermano? ¿edad? ¿fecha de su primera menstruación? ¿nombre de su gato? La velocidad me daba vértigo así que me inventé algunas de las respuestas,  me sentía como en uno de esos concursos televisivos donde al agotarse el contador suena un estruendo y el participante se cae a un foso. ¿Tienes pareja? Le dije que no para ahorrarme una explicación sobre poliamor. Pero, has tenido sexo recientemente. Se lo confirmé. -¿Con penetración? -Sí. -¿Con protección? -No, es otra mujer. -Entonces... (larga pausa meditativa) sin penetración. No le respondí. -Bueno pero, ¿puedo hacerte una exploración vaginal? Asentí pensando en lo que aquella señora descubriría de no tener semejante incógnita en la cabeza. Lamenté lo cis de mis explicaciones, pero no estaba el horno para más bollos. Entonces llegamos a la siguiente fase: 

-¿Estás menstruando, verdad? 

-Sí.

-¿Y llevas la copa, verdad?

-Sí. 

-¿Y te la vas a quitar?

-Como usted diga. 

-¿Pero tendrás que lavarla, no?

-Sí. 

-¿Y tienes otra?

(¿Para qué?) -No.

-¿Y cómo lo vas a hacer? 

-Sangro poco.- Le dije pensando que me daba exactamente igual.

-Bueno, ¿te la quitarás aquí?

-Donde me diga. 

-Le enseño el baño. 

La conversación fue más larga y sorprendente, pero con esto una ya se hace a la idea. Me pidió que me desvistiese, me quitase el sujetador que no llevaba y me tumbase en la camilla, con un pie en cada pocillo de metal. Pon las manos tras la nuca. Dios mío, entre el olor que desprendía, consecuencia de la carrera, y mis pelos del sobaco, iba a lograr el culmen de la perplejidad en aquella señora del Barrio Salamanca. Como un arañón que sabe que espera una cuchillada letal, la dejé examinar mis pechos, aunque yo sabía que El Ente no estaba ahí. La llamaron por teléfono, repetía una y otra vez: Sí Carmen, porque yo sólo me fío de ti, ya lo sabes, a mí no me vale otra farmacéutica. Mientras tanto, mi vulnerabilidad y yo observábamos el techo. Unos motivos florales y frutales desgastados adornaban los moldes de yeso. Después de asomarse a mi vagina sentenció: Creo que te habías puesto mal la copa, no tienes nada raro. Por cierto, ¿las aristas de la copa cortan? Uy es que a mí no me cabe en la cabeza, soy muy antigua. De eso ya me había percatado. Espero que al menos haga diagnósticos a la altura de las circunstancias, aunque si no entiende de copas menstruales, quién sabe si entiende de Entes. 

Me fui de la consulta un tanto consternada. No sabía en qué dirección caminar porque no había decidido a dónde ir. Di un par de vueltas a la calle. Al sacar mi teléfono del bolso, las bragas que tenía de repuesto se me cayeron sin que me diese cuenta. Avancé unos metros y entonces uno de los hombres que trabajaba en una construcción me gritó: ¡Eh, se te han caído las bragas!

Por la noche Clara y yo nos fuimos al cine a ver la última película de Almodóvar. Llegábamos tarde. En Madrid siempre se llega tarde. Clara casi se deja atropellar en Gran Vía por no mirar a los dos lados. Cuando el semáforo se puso en verde le dije: ahora sí. Corrimos, nuestras copas rebotaban en nuestras vaginas. Clara la había estrenado el día anterior y estaba muy emocionada con el proceso. Me había despertado en mitad de la noche para que la enseñase a utilizarla. Cuando llegamos a la plaza de los cubos frenó en seco. Observó los tres cines y discernió el Renoir rápidamente. Palomitas, entradas, pip pip, sala diez a la derecha.  

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