Coser y cantar

13.04.2021

Algo pasa por las noches cuando el mundo calla, que últimamente me despierto lejos de mí, siempre corriendo. No sé si en sueños atravieso el Atlántico hasta una pequeña isla cerca del Sáhara o si me revuelvo entre sábanas en esta ciudad de tejados amasados entre sí. Me esfuerzo por entrar en el día, a veces me motiva la compleja tarea de pasarlo junto a mí y otras mañanas sigo corriendo, aunque trato de hacerlo con lucidez, hacia el cariño de las amigas, sus salas de estar, sus planes y sus abrazos. Cómo sostienen las amigas y qué vértigo da a veces sentir a tantas fuera, fuera de las nuevas murallas que se están levantando. Ayer pasé la tarde asfixiada por la desazón, por la sensación de ser irremediablemente átomo. Estoy aprendiendo a estar sola de forma indeseada porque sé que es necesario, pero sólo lo acepto a condición de que sea para un ratito, porque sin gente alrededor hay poco que valga la vida.

El ratito de ayer se pasó muy rápido. Hoy, el desayuno fue gustoso a mi vera, con un rayo de sol calentándome la nuca desde la Calderería Vieja. Ahora escucho la radio mientras sorbo el café porque me recuerda a mi madre y pienso que probablemente Mati esté haciendo lo mismo en Delicias, frente a su sabrosa, rutinaria y sistemática tostada de tomate y la compañera de aguacate. Hoy, además, leía historias de abuelas (de güelites con puru remangu) y me sentía muy piquiñina como para dedicarme a algo que no fuese disfrutar. Había quedado con Tere para hacer el TFM en la biblioteca Realejo, su casa. En casa de Tere vive la tranquilidad de las ventanas que dan al mar de junio, así que no me importaba pasarme la mañana escribiendo sobre pedagogías y leyes. La calle, sin embargo, se había aliñado de limón y albahaca y por eso no me costó en absoluto cambiar el plan de estudio por una mañana de turista. Es difícil ser autodisciplinada. De hecho, cuanto más difícil se me hace, menos me apetece serlo. "Trabajar poco y disfrutar mucho", dice Carmen.

Llené mi bolso de entretenimientos, como llevo haciendo toda la vida aunque a Teresa le parece síntoma de adultez, agarré la guitarra de Clarita y escalé las laderas de la Alhambra. El vestido sesentero de mi abuela Delfina me volvía hada entre los pavos reales y los laureles del convento. Recorrimos el Carmen de los Mártires dejándonos atravesar por las luces y las sombras. Las glicinias en flor y los azahares me acariciaban tan intensamente los pulmones que hacían brotar humedad entre mis piernas. Quizá por eso se dice que la primavera la sangre altera. El mundo se despliega para ofrecer su repertorio de delicias: las plantas hacen el amor, se reproducen desperdigando una llovizna aterciopelada, los pavos braman desgarrados y las montañas manan todo el deseo contenido. No se puede negar la juventud.

Tere y yo charlamos mucho, nos cuidamos, nos dimos la razón. Cuando quedaban quince minutos para que los jardines cerrasen, una voz como la de los supermercados habló por megafonía para pedirnos que abandonáramos el recinto. Cuesta abajo recordó que en Navidad habíamos hablado de cómo nunca hacíamos nada juntas y, ahora, literalmente, no hacíamos otra cosa que estar juntas. Tampoco hay muchas más opciones, pero qué alegría. Llegamos al punto donde se cruza la cuesta que lleva al Realejo con la cuesta que conduce a Plaza Nueva y las dos supimos que nos íbamos a tomar una cerveza. De camino a la terraza nos paramos a admirar una fachada maquillada con hiedras y Tere se burló de mí diciendo: quién te ha visto y quien te ve, hace unos meses querías prenderle fuego a la ciudad y ahora... Hizo aspavientos de bailarina y me imitó: “¡me da igual que me haya tocado hacer las practicas en un concertado! ¡qué bonita es cada esquina de Granada!”. Clarita salió del cole y se vino con nosotras y al final fueron cinco cañas y cinco tapas veganas. Seguimos charlando y charlando. Decidí coser allí, en la compañía de la conversación, la compresa de Matilde, porque es algo que siempre hago a solas, en la intimidad del pensamiento. Me gustó esa nueva manera de estar presente en lo que hago y comparto. Clarita sacó la guitarra y mientras seguía hincando la aguja cantamos "Arena y romero". "¡Coser y cantar!", chilló Tere orgullosa de su ocurrencia. Pues seguramente de ahí venga, de las amigas que hacen que el trabajo se reconozca al menos en los afectos sinceros, se pase de otra manera, y que la vida sea gustosa.

Nos comimos un helado junto al río, nos acostamos apartadas con las mascarillas bajadas y los párpados al sol, y reímos imaginando que un policía nos despertaba de una siesta accidental e incívica. Qué placer.


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