Culos y bicicletas

04.04.2020

El cuarto rosa flamenco nos arropaba a primera hora de la mañana. La desnudez se confundía con las sábanas impregnadas de antimosquitos off. Nos desperezábamos con abrazos, como a mí me gusta, recartografiándonos. Teníamos el estómago vacío y pesos contados para llenarlos. Embadurnadas de crema solar del 50, con la mochila medio vacía a la par que pesada, echamos a andar camino abajo esquivando gallinas y perros hasta llegar a la calle principal. Todos los vecinos de Yadexis nos saludaban, hablaban con nosotras. Alguno soñaba con que fuésemos su desayuno, o simplemente la costumbre le llevaba a comentar lo ricas que estábamos.

Habíamos leído que junto a Casa Don Tomás alquilaban bicicletas a día completo a un precio asequible. Con la intención de aguantar hasta la cena, desayunamos un revuelto de verduras, un sándwich de queso y un par de jugos de guayaba y papaya en el porche de una de las casitas coloniales de colores, cuna de la localidad. En Casa Don Tomás no había nadie, apareció un chico ofreciéndonos bicicletas, pero no nos las podíamos permitir. Le dijimos que no. Estábamos pensando qué hacer cuando apareció el hombre al que estábamos buscando, nos arrastró a su casa y le dijo a su sobrino que nos trajese dos bicis destartaladas. Él y otro hombre repetían cosas sobre nuestro físico, el sobrino parecía avergonzado. Nos dijo que las trajésemos de vuelta al final del día y nos fuimos cuesta arriba a visitar una cueva. Íbamos dejando de lado caseríos con animales, plantaciones, puestos de fruta. El asiento se me clavaba en el culo. La cadena hacía ruidos extraños con el cambio de marchas, pero no llegaba a salirse. Cez no podía cambiar de marchas. Me sudaba el escote, las tetas, los pliegues de los dedos, las ingles y la nuca. En lo alto de una cuesta, una mujer servía bebidas a un grupo de señores en una caseta. Les gritamos cuánto camino nos quedaba, dijeron que la mitad y nos animaron aplaudiendo. Afortunadamente, ya venían grandes tramos de descenso.

Dejamos nuestras bicicletas apoyadas sobre un árbol custodiadas por un señor, mientras visitábamos la cueva. Nos dijo que no tenía mucho sentido que fuésemos a bañarnos al lago, porque estaría turbio. Nos indicó un lugar del río donde podíamos acabar con el calor. Estaba demasiado lejos. Ya habíamos agotado el agua y aún teníamos que regresar. Esperando a la barca que nos conduciría por los rincones de la cueva, conocimos a una familia costarricense que nos dejó sostener a su bebé en brazos. Cez tenía los ojos brillantes. El hermano mayor estaba emocionado con la visita, pero no se atrevía a compartir demasiado con nosotras.

La vuelta al pueblo fue agotadora, a tramos arrastrando las bicis, a tramos dejándonos caer cuesta abajo montadas sobre el sillín. El sol recortaba las montañas que construían el valle. Las vacas nos miraban atentas. Un hombre mayor subido a una escalera nos saludó sonriente. En una caseta junto a la carretera, colgaban piñas de plátanos chiquitos que me llamaban con entusiasmo. Nos llevamos una, nos dio fuerzas para seguir pedaleando, para no tener que interrumpir nuestro largo día. Sabían a alegría.

Ya en Viñales los coches de mitad de siglo XX se abrían paso entre montones de niñes uniformades. Los camiones avanzaban lentos y la carretera era una extensión de las aceras. El movimiento de mediodía. Paramos frente a la terraza de un viejo que servía helados de máquina apretando una palanca, todos con sabor a vainilla americana. Dos niños de unos 8 años se acercaron también. Sentadas en el suelo disfrutamos del pedacito de nieve, recostando nuestras cabezas la una junto a la otra.

De ahí pedaleamos hasta la finca de Víctor, que recibía a una excursión de rusos. Se bajaron en tropa de un autobús chino y comenzaron a desplegarse por toda la superficie. Nos invitó a unirnos y nos prometió el puro que armaría como demostración. Cuando nos lo entregó, todos los rusos, que no habían entendido que nos lo estaba regalando, esperaron a que se lo pasásemos para olerlo. Se lo prestamos, parecía que no iba a volver. Víctor nos reprimía: "¡Cójanlo, que se lo van a quedar!" En cuanto lo recuperamos se quedó tranquilo. Después nos sirvieron un pocito de café de su plantación, y a Cez le regalaron el vasito cuando la escucharon decir que le encantaba. Fue enseñándonos cada árbol frutal, cada pollo y cada pavo. Su padre y su hermano preparaban a los gallos para una pelea.

Uno de los rusos le preguntó algo en su idioma señalando un árbol. Guayabera, le dijo Víctor, y el hombre rubio empezó a retroceder confundido por la terminología. Nos despedimos de la familia y seguimos rodando hasta el muro de la prehistoria. Estaba atardeciendo y los caminos parecían eternos, pero sinceros. El invierno se sentía como el verano que conozco. Los grandes árboles de flores naranjas nos conducían a destino.

Para ver el mural había que pagar, el hombre de la taquilla nos ofreció un descuento. Aún así decidimos no entrar, todavía teníamos que cenar algo. El mural nos parecía irónico, desde lejos, pero después descubrimos que era obra de un discípulo de Diego Rivera y aparentemente tenía mucho valor.

Un hombre que pasaba en moto casi se desnuca al volver la cabeza para mirar nuestros culos, empezaba a ser desgastante. A mitad de la cuesta que llevaba a casa de Yadexis el furgón de las galletas y los rosquetes respondía a los pedidos de los vecinos, que se habían arrinconado a su alrededor. Nos unimos a ellos y nos involucraron en la conversación, nos llevamos unos picos salados y unas galletitas de cacao, no eran chocolate pero servirían para calmar mi síndrome de abstinencia parcialmente. Llegamos a casa caminando, después de devolver las bicicletas, con la cara acalorada y los pulmones abiertos. Subimos a la azotea. Encendimos nuestro puro y observamos la noche caer sobre los campos. Mojé mis piernas en la piscina de lona, mientras Cez aspiraba con fuerza las hojas de tabaco ardientes. Los colores bajo el sol habían calentado mis latidos. 

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