El jardín de las delicias

03.10.2018

En nuestra casa todavía no había un sofá, las paredes desnudas nos pedían cuadros y cine. Lo que teníamos era ilusión y muchos proyectitos flotando en el aire. Nuestra casa cantaba a todas horas, y hervíamos romero para hacer de esta ciudad inhóspita una selva tropical.

Me desperté con antojos, ojeras y náuseas. No estaba embarazada, sólo había bebido demasiado, como de costumbre. En función del momento del mes, bebía vodka caro con tabasco y zumo de tomate, o litronas de chipys sin enfriar. Aquel fin de semana debía de ser fin de mes. Tenía montones de apuntes por leer. Por primera vez en semanas, estaba dispuesta a asumir mis responsabilidades. Me sentía feliz y me creía capaz.

Una luz blanquecina amarillenta se colaba por el patio interior, reverberando sobre el gotelé del cuarto donde Marina y yo amanecíamos. Como niñas que no tienen que ir al cole, Clara y Raquel se encostraron en nuestra habitación, todavía con legañas en los ojos. Nos desperezamos como los felinos, arqueando nuestros esqueletos sobre la ropa de cama y las almohadas. Cogimos ritmo juntas y por fin Raquel se ofreció voluntaria para comprar esa quiche precocinada que nos estaba haciendo babear. Y las natillas, las natillas las quería yo.

Abrimos una botella de vino blanco verdejo y lo dejamos correr sobre el cristal. En la ventana del piso de en frente dos chicos se cruzaban con los rayos del sol en un ir y venir constante. "Chicas, chicas, venid a ver esto, ¡es guapísimo!" Y todas en fila detrás de los armarios, asomándonos con discreción fallida. Nos saludaron. Apuntaron con un gesto hacia la botella. Les interpelamos con otro gesto para que se vinieran. Aparecieron con dos vasos publicitarios y tabaco industrial. Estudiantes de arte cubanos, un exiliado político y sus amigos sin problemas con las autoridades, de viaje por Europa y dispuestos a pasar el día con nosotras en Madrid. 

Uno de ellos agarró la guitarra como si fuese su amante. Nosotras reíamos tontamente como si estuviésemos ante el mismo Compay Segundo. Tratábamos de seguir un ritmo dando palmas pero teníamos menos gracia que la Dama de las Camelias. Por su lado, el desocupado tomó un bote de pimienta para transformarlo hábilmente en unas maracas. Se nos hacía tarde, habíamos eludido nuestras responsabilidades, pero las cuerdas de cobre vibrante y el humo rubio merecían la pena. Lo cierto es que ni él tocaba tan bien la guitarra, ni el amigo era tan guapo, pero toda la estancia olía a piña. En nuestra casa todavía no había un sofá, pero la gente quería quedarse y racimos de uvas doradas brotaban de las esquinas . 

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