El mes de la muerte
Me siento hervir por dentro como un saco de agua para los dolores menstruales de los que calientan los pies cuando no hay compañía. Hiervo porque las ansias de vivir me están matando. Anhelo emocionarme pero no llega, sigo meciéndome en la calma chicha de esta normalidad tan repetitiva, tan corriente, tan predecible, tan desapacible. Mi sangre me aprieta, me empuja implorando que baile que ame que haga algo que nos vuelva líquidas a las dos. La vida sólo es mía ahora y se siente pesada, parecida a la revista de eventos culturales que cada semana reimprime las mismas frases a falta de fervor. En una ciudad tan viva, tan suya que se despliega, lo corriente es mucho más letal. Ojalá se me llenara hasta el nombre de carcajadas, de caras amigas amadas apoyadas contra mis mofletes enrojecidos. Ojalá emocionarme. Agarro la guitarra y la rasco con rabia porque ni siquiera sé hacer que suene bonito pero al menos me hace vibrar y explotar como si importara algo, como si mereciese la vida, el instante, ese gozo espléndido de mil notas doradas que huelen a azahar. Mayo acaba de tragarse el cielo con nubes grasientas, podridas. Todo ruge, todo amenaza: el suelo, la noche; con caerse, fracturarse y dejar abierta una herida insondable. Todo va a quedar para la chatarrería.
Raphaëlle se queja porque la gente ríe e inunda las calles con su flagrante celebración de una vida sin paredes alrededor. No palpitamos a ese ritmo, estamos perdidas. Buscamos el tono adecuado pero o hace demasiado calor o hemos bebido demasiado vino o no hay amigas ni proyectos ni ilusión. Dice que estamos plantando semillas, yo pienso que han de ser venenosas. Nos fuimos a buscar la cascada del erotismo, donde ella se había bañado desnuda con un músico hacía un par de meses. Se entremezclaban los idiomas y las lenguas en el Paseo de los Tristes, de nuevo decorado más que callejón. Las iglesias volvían a abrir sus puertas y sus rosales lucían a punto de caramelo. Miramos retablos de vírgenes con alergia, cubiertas de terciopelo espeso que las proteja del frío constante que decora las casas de Dios. Una vez recompuestas, seguimos esquivando los treinta grados secarrones con el oído atento al reguerito que llaman el Darro. Hay que subir una pequeña cuesta y llegar al final del paseo asfaltado, para después desviarse por un camino arenoso y prácticamente vertical decorado con lino y amapolas. Después, hay que abrazarse a un árbol y saltar, y una ya está ahí en el pequeño remanso donde Raphaëlle se bañó desnuda con el músico. Pero el agua se había ido. No había cascada, ni siquiera un mísero goteo perezoso. No había nada. Un charco verdoso y quieto incluso cuando una lo rozaba indicaba que el agua se había aburrido del juego de las amantes este año. Raphi no entendía cómo podía haber desaparecido, le parecía magia. Yo le explicaba que los regueros se secan y que ya volvería el próximo año si el cambio climático no le tenía otro destino preparado. Una metáfora preciosa aquel paseo. Mojamos los pies en el Darro, junto a unas bragas usadas y un perro que hace de hijo para una mujer venezolana que se llama Ana.
Las paredes del Realejo están más descolchadas ahora, a las doce de la noche, después de cuatro copas de albariño. Los muchos grados siguen pegados a la piel como garrapatas, pero es una sensación placentera. Mayo es muerte. Una muerte que rompe diques de contención y se lo lleva todo a un paraíso sórdido. La ropa es casi un acto simbólico. Una brisa ligera de vez en cuando me revuelve el vestidito de algodón y me recuerda que no vivo en un archipiélago. La noche me gusta porque es para que el dorado reine.
Nos compramos una ensalada de algas y unos tallarines con verdura y glutamato y nos pusimos Mamma Mia con una rapidez inverosímil en estado de sobriedad. Nos quedamos dormidas en el sofá, con toooodas las ventanas abiertas y las estrellas empezando a deshacerse de la pena afuera. Llovió y llovió y yo sentía una sed tan dura como el cemento, y un cansancio tan paralizador como una celda. En algún momento, cuando ya estaba sola en el sofá, Raphi apareció y me dio agua en una botella de vermú color marrón.
Al salir la luz tortuosa de los días laborables me fui a la cama y decidí que me vendaría los ojos para recordar que era domingo. Me metí entre las sábanas envuelta todavía en el vestido de algodón azul, ahora pastoso. Creo que hubo un terremoto, o quizá lo soñé.
El terremoto de la semana pasada sí fue real. Lu y yo estábamos charlando en la terraza, al aire, con tés de naranja y tostadas de mermelada de melocotón. Todo ámbar, como la tarde y la fiebre. Me estaba contando cómo México D.F. había respondido colectivamente con un amor que le parecía olvidado al terremoto de 2019. A ella, al parecer, la pilló en mala hora porque estaba en su descanso. Me contó que todo el mundo, después, se prestaba camionetas para distribuir la comida y la ropa, y daba todo lo que tenía para el que no tenía nada porque la tierra se lo había comido. La interrumpí para hacer pis y comprobar mi estado de ánimo. La mampara de la ducha tembló. Yo pensé que era un quejido de respuesta a algún codazo inconsciente, pero al salir de vuelta a la terraza me encontré con una Lu encogida entre los hombros que se había transformado en pura mirada de turbación ante lo impredecible. ¿Has sentido el terremoto? Me dijo todavía plegada, y nos reímos de miedo. Cuando por fin entramos comprobó su teléfono móvil: su madre asustada al saber que estaba en casa de una desconocida la había llamado diecinueve veces y la llamada número veinte la haría a la embajada. Literalmente ese temblor se originó en su preocupación, al otro lado del Atlántico.
Hoy el viento abofetea todo, sobre todo mi atrapasueños y mi corazón. Mi pelo ya tiene el color cobre estropeado así que no importa que el peinado también pierda sentido. Me cambio de vestido de algodón. Tere necesita hablar, y yo muchas veces no sé cómo hacerlo para que se sienta cómoda, pero creo que nos apañamos. Desayuno mientras ella se para, piensa sobre el mismo acontecimiento y va exteriorizando pequeños dolorcitos que la abruman. Sus ojos de almendra están empapados a pesar de la agresividad con que el aire corta las calles. Está cansada, está machacada. Últimamente cuesta sentir que las cosas se hacen bien. Poder compartir me salva un poco de esta calma chicha tan anodina, me mantiene ahí, en la ilusión de sentir que se puede ser con el resto. Comemos juntas, merendamos juntas, trabajamos juntas, nos salvamos del domingo juntas. Cuando se va me quedo otra vez en este cuerpo que hace tiempo que no saborea, pero que sabe bien que no es insípido, que se muere de ganas de comerse cada gotita de sudor. Deseo tanto, estoy tan viva por dentro y tan sedada desde fuera. Veo un documental sobre Quilapayún y sé que yo sólo vivo porque puedo cantarlo. Pienso en Fer y agradezco el vídeo tocando la pandereta, la ilusión compartida de cantar sobre unas raíces que nos mantienen en algún sitio. No sabemos para dónde ir, pero sí de dónde venimos, incluso cuando el cielo y la tierra se quieren devorar mutuamente.