Elecciones

16.04.2019

Hace más de un mes que mi calle está en obras. Hoy instalaron una farola nueva en medio de la acera que antes no existía frente a mi casa. Mi madre estaba muy contenta, especialmente porque era más bonita que las que dan luz al otro lado de la carretera. 

A pocos pasos de la nueva lámpara de noche, hace unos cuantos años, recibí mi primer beso. Había un chico muy guapo en mi clase de inglés -como todos los chicos muy guapos, que estaban en mi clase de inglés-.  Iba al colegio concertado con algunas de mis amigas, así que los sábados coincidíamos. Algunos viernes venían todos a la antigua casa de mi abuela y veíamos películas de miedo, una tras otra. Creo que teníamos unos doce o trece años. Yo aún comía sin remordimientos, no había probado la cerveza y escribía en un diario lo mucho que me gustaba otro de los chicos de mi clase de inglés y todo lo que ocurría en la serie argentina que ponían en el canal Disney. 

Yo iba a irme todo el mes de julio a practicar la lengua cerca de Dublín. Hacía calor y el curso se había terminado. Frente al ayuntamiento hay unos jardines con una fuente que de noche se ilumina. Aquella tarde la pasamos allí, comiendo pipas y piruletas de corazón en los bancos de madera. Recuerdo que en esa época vestíamos sudaderas de cremallera de Gap y salíamos con monopatines viejos. Oscureció y poco a poco todos fueron marchándose. Jaime y yo éramos vecinos, así que caminamos en la misma dirección aunque solíamos recorrer caminos de vuelta distintos cuando no estaba el otro. Fuimos por el suyo. Realmente es más bonito, pero a mí me daba más miedo. Dejamos a un lado la torre del reloj, con sus barrotes de hierro y sus enormes agujas. Pasamos junto al palacio. Las piedras desprendían un brillo dorado, a pesar de la falta de atención estaba bonito. No recuerdo de qué hablábamos. La hiedra se zambullía en las ventanas fracturadas como un gato vagabundo. 

Nos quedamos parados en mitad de la carretera. El cielo estaba despejado, limpio, como casi todas las noches de junio en Asturias. No pasaban coches. Las luces de casi toda la urbanización ya se habían apagado. Me miró dubitativo, debatiéndose entre el adiós o el beso. Finalmente inclinó su cara sobre mis labios, hasta que nuestros dientes chocaron y me pareció desagradable. ¿Así se sentían los besos? Tampoco era tan apasionante. Me fui a casa sorprendida, sintiendo una extrañeza cálida y cantarina. Al día siguiente aterricé en Irlanda. 

Dos o tres años más tarde, cuando estaba hecha trizas por mi primera ruptura, ya bebía cerveza y también vodka y vomitaba tanto el alcohol como la comida, volvimos a besarnos, esta vez tras la torre del reloj. Me senté sobre sus piernas y nos agarramos del pelo durante mucho tiempo. Sus manos en mi culo me decían que había crecido. Ese día fue pañuelo. No lloré, claro que no, porque yo no sé llorar, sólo sentí su cuerpo cerca, mi tristeza en su garganta. Todavía me siento agradecida por encontrarme con su deseo en aquel instante. Yo había ido a Oviedo, porque también en la capital era fiesta local. Me había aburrido y, en mi papel de niña rota, había decidido largarme a los festejos de mi pueblo. Desde el bus le envié un mensaje, me dijo "ven". 

Es por aquella noche negruzca, de cristales fracturados, que hace unos meses estuve a punto de darle otro beso. Estábamos en el bajo de nuestros amigos, empezó a llover. Me dijo que podía llevarme a casa en coche. Era junio, de nuevo, nubes nítidas y ambiente distendido. Cuando frenó, agarré mi chaqueta y me dirigí a la manilla de la puerta, apenas me di cuenta de que su mano rodeaba mi asiento cuando apoyé mi pie en la calzada. Me giré y vi que se había inclinado hacia mí, pero rectificaba. Me despedí pensando que debería haberle besado. 

Ya no parece la misma calle. Bajo la lluvia de abril el verde brilla con una intensidad que abruma a los sentidos, huele a agua gris del norte. Esto es una constante, pero una expresión de preocupación se cierne sobre los edificios y las cáscaras de caracol. En la fachada de mi antigua academia de inglés había un graffiti que ponía: Asturies nun tien rei. Alguien lo ha tachado. Las caras de los candidatos de la derecha cuelgan de las farolas que escoltan la carretera de entrada a Noreña. Quizá Jaime les vote. Suelo incomodarle diciéndole que es un derechista. Quién sabe. Muchas personas me dicen que votarán a la derecha. Algo parece sacado de contexto, demasiadas farolas nuevas a través de la ventana, colocadas a modo de propaganda electoral. Hoy hace quince años que se murió mi abuela. Normalmente, al bajar la calle sola, miraba las estrellas de junio o de abril y la sentía cerca. No sé si la iluminación artificial hará en adelante de cortina. ¿Qué va a ser de nosotros? Una ponente comentaba el otro día que la situación depende enteramente de si el feminismo logra canalizar las contradicciones de la clase jodida en el país. Ya podemos, las feministas, ponernos a plantar estrellas.

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