Estado de Naturaleza

25.09.2018

En el cercanías a Colmenar Viejo de las 8:24 se comprenden las teorías de Hobbes. Tres años de carrera -y alguno más oteando la filosofía sin profundidad- para que solo Madrid sepa sumergirme en casos prácticos. 

En las madrugadas arrítmicas, los atontados sólo queremos caernos muertos. Cuando Gloria pasa junto al coche detenido en el semáforo, se vuelve consciente de que, efectivamente, forma parte del mundo real. Las notas de un tema pop repetitivo perturban la obnubilación en que sus auriculares indie la tenían buceando. Se lanza al interior de la escarpada boca de metro y luego un tren de corta distancia, en la Puerta del Sol. El Estado de Naturaleza cobra vida, con cada lucha cuerpo a cuerpo, cada vez que un asiento se queda libre. Cuando una es nueva en la ciudad, acumula derrotas al estilo de Condorcet. Con el tiempo se aprende a distinguir qué pasajeros levantarán su culo en Chamartín y se vuelve raro perder el derecho a nicho. 

Esta mañana, Raquel y yo afinamos mal la puntería. Solo los últimos cinco minutos de trayecto saben dulces. Como aves rapaces nos precipitamos a empujones sobre asientos colindantes por el respaldo. Me estrecha una mano a través del hueco del reposabrazos y se vuelve cómplice de esta desfachatez sobrecogedora mía. Nos estamos convirtiendo en depredadores sin que nos importe. 

A veces amanezco con el estómago en un enredo. Hoy me desperté serena, pero a los pocos segundos se me metió el Atlántico dentro. Un mensaje de texto me decía que estoy lejos. Dónde voy a estar, si hasta mi sombra se escapa a hurtadillas cuando cierro los ojos. Ando ocupada como los gladiadores -pero falta de toda dignidad. ¿Morirme? Jamás en la vida, me quedo arrastrando los pies. No estoy lejos, mi amor, estoy deslocalizada. 

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