Estirpe
Está la lápida que enumera muertes prematuras y todos los cerdos sacrificados en la parte trasera de los marcos donde mis primas sonríen. Un cajón vacío que todavía contiene el olor a rosa de los pañuelos perfumados de la que se enterró por último bajo la lápida que mencionaba.
En mi casa, junto a la suya, mi padre plantó un nogal cuando nací y un fresno cuando nació mi hermano para protegerme de los rayos. Tienen las raíces apretadas entre los huesos de las ovejas, de las gallinas, de quién sabe qué, que pertenecían al tío abuelo. Yo quiero enterrarme ahí con las raíces del nogal y las babosas que me espantan donde no conocí comprador ni mercancía, solo legado, legado cruel y estoico, trágico y digno. Mi madre lleva más tiempo ahí que nadie. Por eso ella es el zapatero que huele a betún bajo la escalera, el fantasma de la habitación del fondo y el carro de madera que se volvió musgo y moho y gato congelado bajo el hielo cuando jugábamos a Narnia mi prima y yo abriendo agujeros en los matorrales semiplasticosos que separaban dos jardines de una misma estirpe.