Experiencia de lo que se quiebra

15.12.2021

Habían pasado ya varias semanas. En el aeropuerto no estaba permitido el paso a los acompañantes que no fuesen a volar, así que detuvo el coche en la parada de autobuses para despedirse sin parábolas. Todo el cuerpo le dio un latigazo: otra vez se encontraba en tierra firme, frente a todo el espacio aéreo, sin querer decir adiós y completamente acorralada por la implacable racionalidad del sistema horario. Parecía que sus intestinos, sus pulmones y su hígado trataran de escurrirse mutuamente. "Todo estará bien, nos veremos pronto, esta vez estoy completamente segura". Y caminó lejos, dándole la espalda. 

Habían pasado ya varias semanas. 

El retorcimiento se había adherido a su interior. Había hecho clac a la manera de lo que se rompe o de lo que encaja. Un único clac. Se levantaba cada mañana sofocada por la aspereza de la ausencia, bebía el café con resistencia, se duchaba y conocía unos minutos de alivio. Tampoco es que se tratara de un dolor martirizante, simplemente no cesaba. Como entre semana no trabajaba pasaba los días en la casa de la costa. La falta de silencio y la amplitud del océano eclipsaban el miedo. El fin de semana podía concentrarse en el cansancio sobre las piernas por la tarde y en el punk que su jefe hacía sonar por la noche, hasta que al llegar el cierre un mismo grupo de amigos ponía "Así Fue" de Isabel Pantoja. El olor del óxido y la malta, el vapor jabonoso del lavavajillas, los platos de la cuenta apilándose constantemente y las bandejas encharcadas desfilando funcionaban solo a veces, cuando los fundamentos de la preocupación no encontraban realidad a la que aferrarse. Pero habían pasado ya varias semanas y algo estaba por recuperar. Quizá el pedazo de sí que se abandona siempre en los otros cuerpos. O puede, tan solo, que fuera necesario retomar un poco más del ser de la otra. 

No pudo ir a trabajar. Era irrecuperable. Los trompicones de una pérdida que se llevaba construyendo ya semanas vapulearon su sentido de la responsabilidad. La materialización de la ausencia a través de la declaración "no podemos estar juntas" se volvió innegable como el plomo. Esta vez no se verían pronto. Habían pasado ya casi dos meses y de nuevo el adiós era incorpóreo y misteriosamente arrasador. Primero un escurrimiento, después la fe, después un avión y luego nada. La vida está extrañamente limitada por el peso, que despega unas cosas y otras cosas con mares, nubes y metales preciosos.  Se dejó desvanecer en el sofá batallando, negando, escapando con la voluntad a lugares extenuantes. Y después de las palabras violentas plasmadas sobre la pantalla hubo blanco alrededor, una absoluta falta de contexto. Stacatto. 

Entró agitado, por la puerta, el hermano pequeño, trayendo consigo todos los muebles, todas las esquinas, todo lo concreto. "Me tengo que sacar rápido la licencia de pesca, vino la policía sin luces y nos pilló en la parte del muelle donde está prohibido pescar". Y se quedó allí, engrasando la realidad constante. La acompañó. También aparecieron su cuñada y el perro. Todo ligado. Le dieron algo de comer, oscuridad donde descansar el pecho y referencias geográficas para mirar Sexo en Nueva York sin detenimiento. Ellos se encargaron también, a la mañana siguiente, de ayudarla a hacer su maleta y de meterla en el autobús. En el otro extremo, donde se abrió la puerta, empezaron a aparecer las amigas. Unas la ponían en manos de las otras. Legato. Nuevas casas, nuevas puertas, disposiciones, paradas de metro. Se sentían amenazantes en aquel punto de la recuperación. Todo chirriaba demasiado, deslumbraba, cortaba, requería de una energía maleable y resiliente. Luego las bienvenidas hicieron su parte, fueron desarrollando el cordón de vuelta a los hogares, amarrándolos como se atracan los barcos en sus pantalanes. Así que se quedó.

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