Fuimos y volvimos
Mañana cogeremos el avión de vuelta a casa hacia las ocho de la mañana. Parece que el vuelo que tomamos hace dos semanas existió mucho antes en el tiempo.
El día de hoy ha sido una especie de página en blanco, uno de esos en que no ocurre nada, que parece estar tan sólo de paso. El día de hoy fue el culmen de un viaje en barco, también bastante aburrido.
El ferry mastodóntico se tragó nuestro coche con la facilidad de quien se come un grano de arroz. Dentro, apenas notaba el movimiento del mar bajo mis pies. Se trataba de un vaivén tan leve que me desconcertaba, parecía estar más bien en mi cabeza. Sufro de mareos con frecuencia. Cuando me levanto de la cama, cuando me subo al coche un par de minutos para ir al supermercado, al tumbarme en la toalla después de darme un baño; pero sin duda alguna, lo peor son los barcos. No comprendo cómo es posible que haya quien pase embarcada unos cuantos meses.
Al terminar la cena, decidí quedarme en la cubierta durante un rato. Mis padres se fueron al camarote y me dijeron que la puerta estaría abierta. A mi alrededor jóvenes charlaban con mirada atontada, niños corrían emocionados por la aventura, un borracho farfullaba algo para sus adentros y una mujer de coleta de plata fumaba con la elegancia de las actrices de los años treinta. Apenas había dado un par de sorbos a la cerveza cuando decidí abandonar mi libro. Contemplé el panorama durante unos minutos más. La Luna menguante brillaba teñida de sangre y las chimeneas expulsaban gases malolientes. Decidí irme a dormir, ya ni siquiera deseaba sujetar un cigarrillo humeante, tenía demasiadas ganas de vomitar -esta vez por causas naturales.
A la madrugada, un sonido estrepitoso irrumpió en todos los camarotes, haciendo que los pasajeros nos despertásemos brincando. Dear passengers, in a few minutes, we'll have reached our destiny, please get ready for disembarkation. Sí, señorita. Me incorporé y mi cabeza dio unas cuantas vueltas sobre sí misma. Si me lo contaran, creería haber vivido una noche de fiesta sin freno. La horrible resaca de bamboleo se prolongó durante toda la mañana.
Nos comimos unas cuantas horas de coche hasta el apartamento donde pasaremos la noche. Ni el pie asomando por la ventanilla, ni el aire acondicionado parecían hacer mucho por mejorar mi lamentable estado. Cada soplo de viento se sentía como una bofetada de desierto, hacía treinta y ocho grados en la carretera. Nos hospedamos en el extrarradio de Atenas. El entorno concuerda con la Grecia que hemos podido conocer estos días. Las calles apenas tienen aceras ni pasos de cebra, el asfalto está lleno de baches -me han costado varios huevos en la cabeza- y las farolas son bombillas en lo alto de postes de madera. Casi engullendo el arcén, hay montones de restaurantes que se han copiado el menú mutuamente. Los letreros que anuncian sus nombres han sido rotulados, al menos, hace cuarenta años. Sus gráficas son tan vintage, que parecen diseñadas a propósito, para estar a la última moda. Brillan luces de neón y se oyen muchas carcajadas despreocupadas.
Todo el mundo se saluda en la calle. Hoy, en una gasolinera, un hombre se bajó de su furgoneta cargando una caja exuberante de higos frescos. Nos saludó y nos regaló seis o siete. Los comercios son extravagantes, no por exceso, sino por peculiaridad. Hay ferreterías repletas, exclusivamente, de tarros de cristal y quinqués, o bidones de plástico. No recuerdo haber visto a una sola persona con mala cara. Algunas sirenas pasan deslumbrantes, siempre anunciando socorro, no peligro.
No hay mucho más que se pueda decir sobre el día de hoy, ya he dicho que simplemente podríamos llamarlo "relleno", un día de relleno. La aventura que vivimos a la ida fue mucho más excitante, a la par que agotadora.
El avión que despegó en Santander, no aterrizó en Bérgamo, como habría debido. Después de un vuelo pasado por turbulencias de parque de atracciones, llegamos a Torino. Al parecer, las condiciones meteorológicas no permitían que alcanzásemos nuestro destino. Así es que a altas horas de la madrugada, nos encontrábamos a otras tantas horas de nuestro alojamiento -también éste de paso. Mi madre me había cambiado el asiento, para que yo tuviese acceso al pasillo. Al parecer, mientras yo leía, ella trabó amistad con la mujer que tenía a su lado. Nos encontramos ya en la sala de recogida de equipajes, mi padre, mi madre, su nueva amiga, su enorme bebé de siete meses, y yo. La pobre jovencita, llevaba prácticamente todo el día en pie, corriendo de consultas de médico a estaciones de autobús. En Bérgamo la esperaba un chófer que la llevaría a la casa familiar. Evidentemente, perdió su reserva. Estaba cargada de bultos y bártulos para el pequeño Doraemon. Mi madre, que sentía compasión, le ofreció ayuda y se responsabilizó del niño y de las maletas a partes iguales durante las horas venideras.
Tal y como hoy recordaba mi padre entre risas, los astros se alinearon esa noche. La amiga de mi madre se dirigía al mismo pueblo que el vecino de asiento de papá. Buscamos a este hombre, Roberto, y accedió a llevarla a casa desde Bérgamo. El peregrino se convertía ahora en santo. Nicole ya no parecía tan desesperada.
En un principio, la compañía de aerolíneas con que habíamos viajado, habría de facilitarnos un autobús inmediatamente para que llegásemos al aeropuerto de destino. Pues bien, esperamos durante horas, atechadas tan sólo por una hoja de metal sobre la que rebotaban y se filtraban las fuertes lluvias. Calculo que seríamos alrededor de cuatrocientas personas, las que nos hallábamos guardando una fila nada ordenada, que se convertía en tapón. Mi padre corría bajo la tormenta tratando de hacerse con un biberón caliente para el luchador de sumo en miniatura. Familias con bambini primero. Así que se nos ocurrió que Roberto, Nicole, Doraemon, mis padres y yo, éramos una familia al completo. Incluso nos hicimos fotos, por si había que mostrar alguna prueba. A las dos de la mañana se asomó por fin uno de los transportes. Una horda de desesperados se arrojó sobre la puerta. El espectáculo contemplado desde fuera habría sido de lo más cómico. Mi padre cogió en brazos al niño y comenzó a chillar BAMBINO BAMBINO hasta que nos dejaron entrar. Llegamos al hotel casi a la hora de despertar, el taxi que nos llevó hasta allí se deslizaba silencioso y cubierto por un halo de elegancia y pulcritud.
Ahora mi madre intercambia mensajes con la joven italiana, ex de varios tíos con pasta y cuentas de youtube y dueña de su propio destino. Nos envía fotos del bebé como si fuese familia. Sin duda alguna, esa noche fuimos familia. Nicole nos contó que Roberto fue muy amable. Mi madre y yo confesamos haber sentido miedo al dejarla ir sola con un hombre, por eso le dimos nuestro número de teléfono. Él también nos mandó noticias. Dijo que posiblemente viajase a Asturias en poco tiempo, el camino de Santiago le había llegado al alma.
Aquel viaje, que se nos presentó como una Odisea, me hizo pensar en las personas que no pasan una noche esperando un autobús, sino años tratando de hacerse con un pasaje clandestino y sobreviven en la oscuridad del mar. Cómo osábamos quejarnos, nosotras que nos íbamos de viaje por diversión y sin impedimentos de tránsito, al mismo país que recibe miles y miles de refugiados con menos posibilidades de movilidad que cualquier mercancía. No, no conocemos el significado de la palabra Odisea, tan sólo sabemos que hay pequeñas borrascas que pueden desviar un vuelo low cost para ricos un par de provincias más allá. No sabíamos de la muerte en las orillas, en las vallas, ni en los Centros de Internamiento para Extranjeros. Mañana volvemos, sí, nosotras que podemos.