Gavilán o paloma

28.03.2019

Lupe no se quedó al pincheo del final de la clase. Rosa había traído montones de dulces caseros para celebrar su cumpleaños. En esas situaciones no sabía cómo actuar, no le parecía apropiado rechazar ese tipo de detalles, le incomodaba dar explicaciones y soltarles a esas mujeres que estaba por encima del bien y del mal y que, en consecuencia, no se tomaría algo que procediera de un animal, pero definitivamente no quería comerse una tarta de queso o un pastel de yemas.

Esta vez sólo tuvo que disculparse explicando que la estaban esperando. No mentía, al final de la calle estaba Aguara, tintada de dorado por la luz de una farola. Bajo el brazo sostenía una caja de donuts de la pastelería vegana que siempre estaba cerrada. Miró a Lupe con la cabeza inclinada ligeramente hacia delante y las pupilas de una pantera. Tenía las piernas cruzadas, en actitud expectante. Lupe quiso esconder sus gestos pero también sobre ella se abalanzaban haces de luz amarilla. Lupe le había dicho que le apetecía algo dulce, justo antes de entrar a clase. Aguara le prometió que había tenido la ocurrencia de los donuts primero. Se oía un murmullo continuado y alegre, procedente de calles contiguas. La noche era cálida como el Mar Mediterráneo. Saludó a Aguara con besos en la mejilla, en la nariz, en la boca, en el cuello, marcándole sonrisas carmín sobre la piel. Siempre se pintaba los labios por el gusto de pintarle la cara. Justo antes de abrir la puerta había alcanzado la barra de entre el batiburrillo de bolígrafos y folios y se había repasado cada curva con seguridad.

Se agarraron por la cintura, bolsas colgadas en los extremos opuestos para no molestar. En Tirso de Molina los vendedores de flores recogían los ramos que no habían vendido. Margaritas aplastadas en el suelo de la plaza. Olor de acacias y jazmín. Turistas se tomaban un café en la plaza de las fachadas con balcones de forja. 2,65 por el servicio de terraza. A sus espadas las cuestas de Lavapiés. Madres con jaurías de niños en brazos, de la mano, en triciclo. Fruteros y camareros bajando y subiendo persianas metálicas (en función del comercio). Olía a curry, a yuca, a chile verde y a cerveza de grifo. Un hombre pasó a su lado farfullando babas sobre sus piernas. En la Plaza de Lavapiés tomaron el metro. Las calles que les quedaban por recorrer no eran acogedoras así que prefirieron ahorrar tiempo.

A Lupe le encantaba hablar. A medida que comentaba cualquier ocurrencia se le venían temas de conversación que quería enunciar, entonces se hacía una lista mental e iba punto por punto quedándose sin aliento. Aguara le prestaba atención, sin perderse una sola coma, entendiendo el entusiasmo. Hablaron del espíritu que vivía en casa de Lupe, de las cosas que le daban miedo a Lupe, de las series que le gustaban a Lupe y de las películas de terror que asustaban de verdad a Lupe. De vez en cuando Aguara hacía algún comentario. Una vez agotada la lista, Lupe apartó el brazo de los dedos de Aguara, se levantó del sofá y se sentó frente a la sopa fría. Sus compañeras de piso se unieron y charlaron soltando carcajadas estrepitosas. Aguara se divertía viéndolas imitarse mutuamente, como solían hacer. Parodia tras parodia, anécdota tras anécdota, iban vaciando sus platos. Marina siempre era la última en terminar.

Con las caras lavadas, se fueron a la habitación. Se volvían marionetas, a trompicones de un rincón a otra esquina, hasta perder el equilibrio sobre el colchón. Aquella misma mañana, habían coincidido en el tren de camino a la universidad. En realidad, Aguara había decidido bajarse en la parada de Lupe para esperarla, complaciente con sus sugerencias. Estuvieron hablando de la indiferencia de Lupe ante las situaciones dolorosas. Aguara no creía que fuese una insensible, pensaba que más bien ignoraba esa angustia y la enterraba en un cajón, en el centro de su pecho. Pecho de cristal, así le decía. Tenía razón, en realidad. Nunca lloró la muerte de su abuela, y desde los seis años siguió por ese camino, empozando las lágrimas en su agujero negro. ¿Pero cómo lo hago? Lupe quería dejarlas salir. Las dos confiaban en que el acercamiento a su propio cuerpo se estaba produciendo poco a poco. Lupe sentía un vértigo casi tan embriagador como el olor de los pinos que las rodeaban. Aguara tenía poderes, era cierto. Pudo corroborarlo de nuevo esa noche, temblando de fragilidad y vida. Con los dedos de la bruja en su interior y en su nuca sollozaba en mitad de un trance sísmico. La sentía dentro, en cada esquina. Algo parecido a agua le tintineaba contra las paredes. Pedazos de coraza se caían. Estuvo a punto de llorar, Aguara lo leyó en sus ojos. No era posible, no entendía cómo su pecho podía ser ahora más ligero, más amplio. Había leído que el sexo era utilizado como canal por brujas y magos en varias ocasiones pero nunca le había parecido que pudiera ser más que un ritual, simbolismo. Lo había sentido, y por primera vez veía con claridad un color vibrante a su alrededor. Un morado luminoso las cubría.

Todavía quedaban donuts en la caja. Era algún momento entre medianoche y las tres de la mañana. Lupe se sentó sobre Aguara y compartieron los dulces, manchándose el pecho y los dedos de azúcar y chocolate. La caja olía como los contenedores que usaban los repartidores de pizza de su pueblo. La pantalla de hierro de la lamparilla proyectaba luz con forma de estrellas. Bromeaban, Lupe le dijo que nunca se había imaginado firmando papeles, pero esa misma tarde se había arrodillado ante Aguara con un donut en la mano. Dibujaron recuerdos para el futuro. Se caracterizaron como dos prometidos setenteros, Aguara con un bigote y una copa en la mano, Lupe una señora de pelo corto y velo, con la botella de vino en la mano. Aguara le cantaría Gavilán o Paloma desde un extremo de la mesa, y Lupe treparía sobre la vajilla, arrastrándose y arrasando con ella a su paso, para caer sobre sus brazos. A la luz de una bola de discoteca brillarían sus pendientes de plástico dorado. "Amiga, hay que ver cómo es el amor."

Volvieron a acostarse, se durmieron. Por la mañana no lograron despegarse de las sábanas a tiempo para ir a clase. Volvieron a follar. Aguara sangraba sin parar sobre las piernas de Lupe. No importa, amor. Se ducharon con una pastilla de aloe y se sentaron a desayunar con Penélope, que leía a Kant resignada con una mirada algo snob. Media hora antes, cuando Haizea y Marina salieron hacia el campus, Penélope se había arrimado a la puerta del cuarto de Lupe para preguntarle si estaba ahí. Lupe le dijo a Aguara: eso es porque se quiere masturbar. Al salir de la habitación les contó que creía que había tenido un squirt. ¿Lo ves? Te dije que era por eso. Se terminaron el chili del día anterior. Era la especialidad de Lupe.

Las dos se ataron un pañuelo a la cabeza y se fueron al metro. Misma dirección pero Aguara seguía dos paradas más allá. Adiós, amor, ánimo con Kant y econometría. Lupe se pintó la boca justo antes de salir del vagón y selló la frente de la otra, por desearle idioteces. Desde el andén vio pasar de largo la nuca color caramelo de Aguara, que entró en el túnel en un abrir y cerrar de ojos. Pisó sobre las escaleras mecánicas y a la universidad. 

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