Gulenda
Me cuenta mi madre que cuando era pequeña no reía mucho si me saludaban desconocidxs y que antes de soltar palabra alguna hacía el elefantito y mi tía se reía de esos gemidos en forma de M. De repente tomé aire y empecé a recitar poemas con articulación impecable y a esa velocidad que me señalan aquí en Argentina, donde todos hablan pausadito como Carla. Decidí que la palabra enredada sería lo que todxs llamaban lengua. Gulenda, así la desenvolvía yo en mis explicaciones de cuentacuentos. Ya sabía yo que las coincidencias me fascinarían y que era muy queer que se me trabase la gulenda para nombrarse. Empecé a hablar en rebelión. Eso estaba ensayando tanto un elefantito que sabía muy bien a dónde quería dirigir ese gruñido motorizado.
Mi profe me enseñó la canción del equilibrista que salga a la pista. No sé cuánto tiempo después, ahora me parecen eventos simultáneos, mi padre me llevó al Circo del Sol. Me dormí durante la función y, creo que, por eso, los números de reptiles voladores y brillantes trapecistas me parecieron un sueño. Ya tenía los disfraces. Mi prima me había regalado un bañador en tonos fantasía recubierto en glitter y mi madre le había hecho nudos en los tirantes para tratar de ajustármelo al cuerpecito de hada, como hago ahora con los vestidos. Sólo me faltaba el circo. ¿El número? Era innato. Toda manilla, anilla, picaporte, rama o brazo de la que me pudiese colgar era un regalo. Cuando no llegaba, tironeaba de la pernera de cualquier adulto para que me alzase hasta que mis manos me pudieran sostener. Cuando alcanzaba a sujetarme sin ayuda plegaba las rodillas y me quedaba levitando en posición fetal. El mejor de los actos se daba después del cole, trepando por los bancos de cemento para encaramarnos a las ramas colgantes del sauce llorón.
Así estaba yo, una gulendita con más cosas para contar que años vividos y una predilección por volar con mis propios brazos. Mi madre me preguntaba si me gustaba algún chico o alguna chica. Yo no lo entendía y me enfadaba en silencio. No me importaba besar a nadie, mi gulenda no era una liana, mi gulenda se colgaba de las lianas porque yo quería. Además, ¿cómo que alguna chica?
Quería ser trapecista. No sabía que ya lo era. Deseaba flotar de cuerda en columpio con la piel cubierta en arcoíris y que todo el mundo lo viese bien. A los cinco años me visitieron con una falda azul vaquero y una camisa blanca. Me pusieron una pajarita de colores que, creo, estaba hecha con gomets. Era mi graduación y yo hacía de narradora mientras mis compañerxs representaban una obra de teatro. Esa mañana, más tarde, María no quiso darme una chuche y yo me puse a llorar porque a todxs lxs demás sí les había regalado una. Entonces, mis padres y la profe se pusieron de acuerdo en que lo que a mí me pasaba era que no tenía un disfraz porque no había actuado. Fue la primera vez que sentí impotencia, supe que mi voz no estaba siendo escuchada. Maldita gulenda que no se oye como esas más mayores. Lo bueno que saqué de ese episodio fue un traje de vaca confeccionado con bolsas de basura y cartulinas de color. Las profes de preescolar rápidamente quisieron motivar mis supuestas ganas de travestirme y me habilitaron un personaje más, que hoy guardo en un armario de mi habitación. Lo que no sabían es que estaban abrazándome para que gritase como un elefantón hasta que todos entendiesen que yo quiero una chuche -y también las ropas mutantes-, ahora a los 21.
Mi gulenda siempre fue golosa. Se pirra por una onza de chocolate que fundir con giros y espirales húmedos. Mi gulenda está, naturalmente, desviada por un deseo patas arriba que persigue texturas y recetas monstruosas. Mi gulenda se sabe bruja y bebe de pociones que la enganchan en amor desbordante. Yo quiero colgarme de todxs lxs que no señalen hacia abajo. Mi gulenda busca otrxs gulendas trapecistas, equilibristas, elefantistas. MMMM presiona y gime y canta. Y mira que desafinaba cuando tenía cinco años, pero es que no quería ser para el resto, no. Yo con esto ahora bailo, como árboles de la Sierra del Sueve y digo te amo a otras, otres, otrxs, que desean escuchar mi músculo volteado, extraviado. Yo lamo para el placer y me contorsiono y me mojo. Me llega hasta la punta de la nariz y si agacho la cabeza me lamo el pecho. ¿Eso no es trapecismo? ¿Eso no es amor?