Jardín de infancia

17.07.2017

De pequeña solía coger los pétalos de los geranios de mi abuela a escondidas. Ella los cultivaba con cariño y esmero y yo, secretamente, los dotaba de sentido. Para mí eran un surtidor sostenible de uñas postizas. Las piezas de plástico que se pegan a la queratina de las manos nunca me han inspirado confianza. Era infinitamente más acorde a mi vida de hada vestir mi cuerpo con tejidos vegetales.

Recordé esto cuando, caminando por Ekebergparken, me topé con un botón de oro y utilicé inconscientemente uno de sus papelitos amarillos para envolver mi meñique. Los botones de oro eran mi flor favorita cuando me servía de los geranios tan atrozmente. Papá Noel había depositado bajo mi árbol de Navidad un diario que aún conservo, con las ilustraciones de Cicely Mary Baker. En el mes de febrero había dos tipos de hada diferentes. Por proximidad a mi fecha de nacimiento, me correspondía alguna de aspecto apagado, con lo que pasé por alto ese detalle y me autoasigné el Hada Botón de Oro como Hada de la Guarda.

Desde entonces esperaba el nacimiento de los botones de oro con ansia y sentía un vínculo especial para con ellas. Cuando cogía flores de cualquier tipo las olvidaba o incluso las abandonaba intencionadamente. Por el contrario, si me hacía con un delicado botón de oro, lo mimaba sabiendo que de ahí manaban mis poderes.

Más tarde descubrí que los calendarios ilustrados por Cicely Mary Baker no siguen ningún tipo de patrón a la hora de vincular hadas flores y meses. Después de años acumulando sus diarios de pared he comprobado que la única pieza que conserva su fecha intacta es el Hada del Árbol de Navidad, porque no casa con celebraciones alternativas.

A mi tío le gustaba alimentar mi fantasía y me hacía coronas de enredadera donde insertaba los colores que le arrebataba al jardín. Se presentaba en la habitación donde Isa y yo jugábamos y hacía aparecer monedas de chocolate y corazones de gominola tras nuestras orejas.

Me había repetido miles de veces que en una visita a Estocolmo, donde me encuentro ahora mismo, obtuvo, quién sabe en qué mercado, polvos de hada para volar. Afirmaba que existía una cinta de vídeo en que se le podía observar junto a mi prima Ceci flotando rumbo a la fábrica familiar. A mí me entusiasmaba, pero quería verlo con mis propios ojos. Quería ser yo quien volara.

El día más afortunado de mi infancia tuvo lugar cuando me sorprendió con una cajita redonda de color dorado en donde estaba escrito: Polvos de volar. En su interior brillaban cenizas de todos los colores. (Si mi prima Lucía lo hubiera visto, lo habría transformado en una prenda de ropa. Por algo la llamamos la Pega- Urraca en Asturiano.) Tan sólo había un pequeño inconveniente: los polvos de hada fallaban. Mi tío me explicó que el problema era que al cumplir 40 años el producto caducaba. Satisfecha paseé mi posesión más preciada por el patio del colegio durante días y días. Nadie más parecía dar crédito a las declaraciones de mi tío, pero yo sabía que se trataba de un auténtico tesoro.

Se rompió mi ilusión cuando a la sobrina manosdemantequilla II, o sea yo (heredo el título de Ceci), se le escurrió entre los dedos el maravilloso contenedor sueco, cubriendo la pista de juego de un manto de nieve multicolor.

Nunca me recuperé de tan traumática experiencia. Decidida a no dejar morir el espíritu de las hadas que acompañaban a la familia, me embarqué en la tarea de cultivar en la cabeza de la pequeña Candela todas estas viñetas. Llegué a sembrar por todo el césped y los arbustos de mi casa incontables pruebas de que los pequeños duendecillos habían pasado por allí. Escribimos cuentos sobre niñas que, como nosotras, eran amigas de los humanos-mariposa. No hace un año siquiera que Candela me preguntó: "Cuando encontramos tantas pruebas de que había hadas, ¿lo habías preparado tú?" Negué con rotundidad y no volvió a preguntar.

¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar