La imaginación es una experiencia queer

24.04.2020

¿La imaginación escapa al discurso? Alguno me dirá que nunca y yo no lo tengo claro, pero cuando tenía pocos años habitaba mundos radicalmente diferentes. Era un hada botón de oro que surcaba los mares con un parche en el ojo y sucedería a Cleopatra de no ser porque rechazaría el título para evitar que miles de esclavos erigieran una montaña alrededor de mi cadáver.

A los cuatro años, me disfracé de cuélebre. Las fotos muestran a un dragón feroz con una mirada vibrante, alimentada por ayalgues e historias de trasgos desordenando el aula a la hora del recreo. A los cinco años, me propusieron como narradora para la obra de teatro de nuestra graduación. Era la única que no llevaba un disfraz de animal de granja. Me pusieron una falda vaquera y una camisa blanca, nombrándome futura persona seria y sobria. Tras la ceremonia, María estaba repartiendo chucherías entre todas las compañeras, pero no quería invitarme. Yo lloré un océano nuevo y Clemen movilizó al resto de profesoras para que me confeccionasen un disfraz de vaca inmediatamente. Yo no lloraba por eso. Clemen sabía bien que mi disgusto tenía que ver con las golosinas, pero también sabía que el elemento discordante era el que se quedaba sin caramelos.

En la escuela, dos carbayos me parecían todo un bosque. Me sentía en casa, recogiendo sus bellotas y acariciando la corteza accidentada de lxs mejores amiguxs de los busgosos. Todo lo que me rodeaba era susceptible de encerrar algún secreto maravilloso que sólo podría conocer si respetaba su naturaleza. A mí el mundo no se me apagaba ni siquiera cuando el cielo se desplomaba en la electricidad que tanto me sobrecogía. Encontré resistencia en la magia.

No recuerdo qué edad tenía cuando mi tío me regaló una cajita dorada de polvos de hada caducados hacía cuarenta años. Me juraba que los había utilizado cuando aún funcionaban y que eran verdaderos, verdaderísimos. ¿Cómo iba a desconfiar de la estela luminosa producida por las hadas de Estocolmo? En la escuela nadie se creía que mi tesoro viniese efectivamente de la misma Suecia, donde vivía Pipi y veraneaba Papá Noel. Yo tenía la profunda certeza de que entre mis manos se encontraba auténtico polvo de volar. La aurora boreal no era otra cosa que miles de hadas desfilando, como lo hacían por las fiestas del Ecce Homo las señoras de Noreña. Una tarde, después de salir del colegio, jugaba con Cris en la cancha de fútbol y el recipiente salió disparado derramando su contenido sobre el asfalto granate. Nadie entendió el dolor que atravesó mi pecho, ni mucho menos cómo habría de pasar ese duelo. La pérdida era mucho más llevadera sabiendo que las hadas realmente andaban cerca, en los capullos de geranio y en las bayas del acebo. Mis mecanismos para lidiar con la pérdida siempre han caído desde dimensiones invisibles.

Representar al Principito como primer papel de una vida deja mucha huella. Una huella invisible a los ojos. Cuando una de mis mejores amigas regresó a Ecuador con su madre, dije adiós a una parte viva de mi mundo. Sólo pude despedirme citando a Exupéry en la carta más honesta que había escrito: "Si intento acá describirlo, es con el fin de no olvidarlo. Es triste olvidar a un amigo. No todo el mundo tuvo un amigo."

Estaba viendo Buscando a Nemo por decimoquinta vez aquella semana cuando me contaron que mi abuela se había ido. Algo que estaba no podía desaparecer, pensaba. No sabía qué hacer, cómo contener las lágrimas que se derramaban a mi alrededor, cómo contactar con Tita Fina para que siguiera habiendo gominolas de corazón en un tarro sobre la encimera de su casa. Perdí la capacidad de llorar, pero aprendí a observar el lado más dulce de la muerte: añade el apellido "celeste" a nuestro cuerpo, nos devuelve a las estrellas. Cuando se murió el abuelo de mi prima, le escribí un cuento tratando de explicarle eso mismo. El cementerio se convirtió en un lugar familiar a la par que indebido. Las familias del resto también descansaban en esa ciudad de mármol y no parecía que los juegos les gustaran. ¿O eso me decían? A veces para visitarse hay que ocupar los espacios que nos están vetados. Sólo a veces. Tim Burton me regaló horas y horas de paisajes grises y azules donde existía. Las noches, sin embargo, eran eternos llantos coloreados por el miedo de perder también a mis padres, o peor: de perderme a mí.

La pérdida parecía estar realmente presente en el mundo que me rodeaba, ese mundo donde cualquier semilla podía germinar si un fruto decidía deshacerse sobre el suelo. Los osos polares sufrían sobre placas de hielo de menos de un metro cuadrado y no podía hacer nada. Otra vez. No podía hacer nada. Pensaba durante horas y la única solución que se me ocurría se anclaba claramente en la tradición judeocristiana. Iría al Polo en un gran barco y me llevaría a una pareja de osos macho y hembra al punto contrario del planeta. Recorrí el patio del colegio recogiendo firmas de mis compañerxs, haciendo que se comprometieran a acompañarme en esta comisión cuando fuésemos mayores. Sabía que para salvar el mundo necesitaba del resto. El plan perfecto se rompió cuando un científico explicó en la biblioteca pública que no era sensato trasladar animales fuera de sus ecosistemas. Estarían fuera de lugar. Ese fuera de lugar me llegaría con un "Lola, vete a la cama", la primera noche que mi hermano pasó en casa. Mi oso de peluche se deslizó por el suelo en el camino de retorno desde la habitación de mis padres.

En circunstancias similares, una se desafina, se desorienta. Yo empecé a cantar "soy de Verdiciu" con mucha gracia pero con poco sentido musical. Claro que sólo lo disfrutaba cuando me venía desde dentro, de la puritita gana de decir ESTOY AQUÍ. No me gustaba nada actuar por deber. Además, les parecía que no tenía ningún oído. ¡Lo que faltaba eran explicaciones! Cómo puede una niña de cuatro años entender que tiene que dejar que las barbas espinosas de sus tíos le dejen puntos rojos en los mofletes. Cómo puede entender que un lobo malvado quisiera comerse a los tweenies y una morsa con colmillos de elefante asustase a Pingu. Cómo puede habitar un mundo que su padre no quiere que pise sin compañía de un adulto.

Hay un espíritu despiadado que se llama Hombre ahí fuera. Pero mi abuela me mira desde el cielo y cuando tengo miedo le pido que brille muy fuerte y me sujete. La luz de Venus me ha dado la fuerza necesaria para recorrer calles que pertenecían al vacío patriarcal de la aniquilación. Cuando era pequeña mi madre pensaba que sería lesbiana porque tenía muy mal sentido del gusto y no sabía combinar colores. Yo rechazaba con violencia la posibilidad de que me gustase una chica, pero esos cuerpos siempre habían sido más amables... La imaginación es una experiencia queer.

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