Los cerrojos y los cierres
En mi experiencia la tristeza y el cansancio se confunden a menudo porque los dos estados me piden conservar energía, reposar y dejar que la vida me trate como a una receptora solamente. Hoy creo que se me entremezclan como las olas que retroceden y las que arrancan a saltar. Esta semana Mariola volvió de sus vacaciones y por fin somos tres personas en la huerta. De todos modos, los dos últimos días salimos para Perales antes del amanecer, sobre las seis y media, y llegamos a casa para la merienda, a las cinco y media. Todo lo que estaba escrito, enumerado, en los cuadraditos de mi agenda, tuvo que ser tachado casi sin decisión.
Ayer me saqué el café al parque en la taza que le regalé a Flavia las navidades pasadas, me compré un helado y me senté en un banco a echar la tarde con ella, Luna y Cati y Lucía, las vecinas. Cada una teníamos motivos para quejarnos y por los que buscar al resto. No fui a bailar porque coger la bici y recorrer cuatro kilómetros para pasarme dos horas siguiendo pasos de dancehall me parecía torturarme. Llevo casi un mes sin bailar. Sostener una huerta en una cooperativa en crisis, en un abril que parece verano, con bajas y salidas de trabajadoras cada dos por tres, es una forma de esfuerzo transversal e interdisciplinar, como dirían en mi carrera. Lucía me regañó porque me había quemado el escote al cosechar y me dijo que le daba mucha rabia que sus amigas se quemaran, que era igual que cuando fumaban, y que luego ella se iba a quedar sola a los ochenta porque nos habríamos muerto todas. Yo le contesté ilusionada "¡somos amigas!", al constatarlo en su queja, y prometí que me echaría aloe al llegar a casa. Me dijo: aftersun de farmacia Lola, aftersun. Me quedé dormida temprano, sobre las diez y media, pero hoy aún estoy despierta porque mañana empezaremos a trabajar una hora más tarde para recuperar una parte de nuestras fuerzas.
Esta tarde decidí terminar por fin Mujeres Desesperadas, la serie que me atrapó en noviembre y que ha copado mis ratos de ocio a solas durante los últimos meses. Ahora estoy en crisis porque no me gusta dejar atrás lo que es importante, y desde luego algo que te mantiene a flote es importante. Igual que los desayunos. El otro día Celia y yo empezamos a ver The White Lotus pero me dormí antes de que se terminara el capítulo y creo que ahora será el reemplazo que saque el otro clavo en mis tardes de extenuación. Llevaba mucho tiempo queriendo acabar con mi adicción para poder dar lugar a otras cosas, como leer o escribir, pero honestamente no creo que logre ponerles mucha energía. También me pone triste que, al final de la serie, todas las amigas se mudan de la calle que las hace funcionar como red. Después de demostrar que juntas son capaces, incluso, de burlar el sistema penitenciario, y tras hacer apología de la autodefensa feminista, cada una se marcha con su pareja lejos de allí. Yo no quiero que me pase eso, pienso enredada. Quiero que mis amigas sigan haciéndome la comida y seguir cocinando para ellas una vez a la semana, quiero ir al parque con las vecinas cada vez que nos ponen una multa por trucar el contador, y que se sigan ofreciendo a prestar pasta y poner tiempo para recuperarla juntes. Pienso que no tengo mucha idea de quién vive en las casas de al lado. Conozco a mucha gente en el barrio pero no sé cuál es su portal, siquiera. A los que me rodean les oigo. Hoy huelo cómo cocinan algo con pimentón, posiblemente pollo. También escucho muchos gritos de celebración, muchas personas viendo el mismo partido en ventanas diferentes. Me transporta a cuando vivía en Argentina y desde nuestra azotea escuchábamos las broncas y las alegrías de los fans del Boca y del River, o de los peronistas el día de las elecciones nacionales. Quizá eso también me pone triste. Pienso en cómo las ciudades tienen un crecimiento esférico: hacia lo alto, penetrando en el subsuelo, y sobre el plano horizontal. Me gusta escuchar mi barrio desde mi terraza del segundo piso, los patios desde los que veo otras ventanas me hacen sentir arropada, aunque no conozca a quien les saca brillo. También me recuerdan a la película de La Ventana Indiscreta, que es una de mis favoritas. Luego vuelvo a pensar en el crecimiento de las ciudades y me apenan los bloques vacíos y los problemas que muches tenemos para pagar por habitarlos a los aprovechados que se piensan que el gotelé grisáceo está bañado en oro. (...)
Como me gusta tanto la terraza de mi cuarto del segundo piso, me siento a leer el libro que me regaló Marina. También me lo termino. Este final me provoca menos desasosiego, siento satisfacción. Creo que me gustaría ahora regalárselo a Lucía, que siempre borda para hacer regalos a la gente, como las protagonistas. Mientras leo las últimas páginas con cariño me como lentamente una hamburguesa de falso pollo que he pedido a una multinacional a domicilio. No siento demasiado remordimiento. La nevera estaba vacía y a mí me duelen hasta las puntas de los dedos. Mastico muy lento porque sé que si no saboreo con calma me provocará mucha ansiedad haberme comido ese menú. La voz de mi padre hace quince años reverbera en mi cabeza: grasas hidrogenadas, fritanga. Y me recuerdo que cenarme esta hamburguesa es una elección consciente. Siempre que como medio tumbada, o simplemente nerviosa, apoyo el revés de mi antebrazo presionando mi tripa para no ser consciente de su presencia. Esta vez también, pero al menos no me machaco por mis elecciones. Cierro el libro sonriendo, oigo cómo en la puerta de casa alguien le pregunta a Sara si se nos ha perdido un gato negro. Luego escucho cómo preguntan lo mismo al resto de vecinas.
Ahora ya es tarde, me quedan unas siete horas hasta que toque volverme a levantar, y mañana viene a cenar la chica que me gusta, así que tengo que apagar el ordenador, con lo que me cuesta encontrar un momento para escribir. Se viene Ter a mi mente, que ayer nos contó que quiere que la despidan de la coope porque el trabajo le produce mucha ansiedad y no quiere seguir después de que se haya tomado la decisión de bajar nuestra producción y despedir a una trabajadora. Me da mucha tristeza que se vaya. La huerta se queda huérfana sin elle. Mejor dicho, nosotras nos quedamos un poco huérfanas sin Ter. La huerta, como siempre, está muy por encima de nosotres.