Malaquita

31.03.2022

Era ya el tercer día. En la radio rebotaba la voz de su locutora favorita: un programa del fin de semana anterior sobre la gala de los Oscar. La calefacción todavía no había masajeado las falanges de sus dedos. Pensaba sin definir su discurso, la falta de discurso invadía con la violencia de no tener cuerpo: soledad. 

Cada vez que se despedía de sus amigas suspendía un rato el adiós para afirmar que se verían tal día cercano. Necesitaba explicitarlo, aunque todas lo tuvieran ya en mente. La noche anterior había hecho eso, lo había repetido. Sin embargo, se había llevado una especie de angustia a casa, en el metro. La angustia que le había prestado la protagonista de la película noruega que habían visto. Tampoco tenía un nombre, un discurso, tenía forma de miedo. 

La adolescencia estaba lejos y cerca a la vez. Esa pasión, el trauma de la inadecuación. En su nuevo trabajo constataba la triste distancia: quisiera reír así como sus alumnas. No había olvidado el sufrimiento. Principalmente, porque tan solo había mutado: la relación con el cuerpo -en la relación no hay identificación plena-, con la pena y el deseo. No había enterrado la memoria del cansancio, de la falta de autonomía, pero ansiaba ese cansancio dependiente, el que no venía de reproducir la vida propia sino de producir proyecciones libres, idílicas, arrolladoras. Creo que ahora también a estas adolescentes se les hace difícil vivir así, con los colores posados sinceramente sobre las mejillas, pero ella eso lo ignoraba. Ella sentía su pecho soldado como el mobiliario urbano. 

El sol naranja, bajo, pusilánime y prometedor a partes iguales, sonreía en el espejo retrovisor izquierdo. Era el tercer día pero todavía no había hecho ese trayecto bajo un cielo primaveral. El verde que bordeaba la autopista brillaba como si quisiera convertir la hierba en malaquita. Era un verde diferente al de su casa, no en el tono, sino porque este estaba ondulado, como una marea muerta. Ella conocía en propiedad el verde agresivo y feroz de los serruchos. La carretera aún más lisa permitía pensar, pensar sin discurso, violentamente. El programa de la radio describía los vestidos de todas las asistentes a la gala. Inimaginables para ella. Solo podía figurarse lo que veía, o el precio de llenar el tanque de gasolina 95: unos 100 euros los 50 litros. Quizá si alguien leyera esto en un par de semanas el precio pareciera ya barato. Y si alguien lo leyera en un par de meses no entendería la desolación de no poder figurarse los vestidos... Cada vez nos encontramos más cansadas...

De vez en cuando, la carretera se esforzaba por conmover a la conductora: un pájaro muerto, un conejo atropellado rodeado de urracas, las urracas espantadas en bandada por la velocidad del coche, cualquier cuerpo en descomposición. Aquella sordidez... en fin, tampoco era suficiente. La magnificencia del jaramago al amanecer tan tibio la colocaba cara a cara frente a su aislamiento. Creo ya haber dicho esto. El coche la protegía y la asediaba al mismo tiempo. Sus dedos estaban ya más atemperados, más vivos, con los mismos grados de los cuerpos que duermen imperturbables. Pensaba en apagar el programa, cambiarlo por algo de música, pero temía que la soledad se sintiera entonces como la muerte... Hacía eso, se refugiaba en voces conocidas en la televisión, en la radio. No podía dormirse en silencio ni comer a solas sin enfocarse en la pantalla del móvil. Ahora que ya no trabajaría más en aquel lugar terrible, ahora, ¿con qué iba a sustituir la ansiedad constante? ¿Cómo iba a vivir las tardes que se alargan hacia la noche? Repasaba los nombres de las amigas a las que durante meses no había visto sino un par de veces porque se ocupaba en mantenerse materialmente. Pensaba que muchas seguirían ausentes porque ellas también estarían ocupadas manteniéndose. Todo lo que había ansiado, de pronto tan vertiginoso: el tiempo, el descanso. ¿Y si ya no sabía divertirse, provocar la risa adolescente? Le acongojaba la atrocidad con que la vida adulta se había inclinado sobre su pecho soldado como el mobiliario urbano. O quizás el capital, sí, más bien el capital y una especie de autonomía condenadamente esclava, maldita, sujeta por las esquinas con alambre de espino. 

La luz del sol se había ido quedando tras una loma. Una sombra celeste empapaba ahora los campos. De pronto recibió un golpe, una sacudida cruel e inmaterialmente tangible. La invadió la memoria del brillo del aire en una isla tan preciosa que necesitaría borrar. Ahí había amado. ahí había vivido un vacío diferente, uno que venía de dentro hacia fuera. La distancia absoluta -física, temporal- intensificaba entonces los recuerdos felices, vibrantes y desterraba las horas de quiebre entre pinares. Claro, la distancia no era absoluta, aún había una coordenada emocional indeleble. Latía sobre todo cuando no podía escaparse entre el ruido del entretenimiento o la exigencia de la explotación. 

Sonó el timbre, lo oyó todavía desde el asiento de su coche. En la clase estaba tan ausente como la última persona a la que había amado de aquella forma. Pasando lista, por cada puesto de ordenadores, haciendo inventario, cualquier cosa. Probablemente al día siguiente ya no estaría ahí, cualquier cosa. Ausente en uno u otro sitio. Entonces uno de los estudiantes le preguntó:

- ¿Tú qué le ves a la filo, profe?

Y tuvo que hacer un esfuerzo para encontrar una respuesta, una que darse, una que la trajera de vuelta. Después el chico le contó todas las cosas. Hablaron de las cosas que pasan... Otra de las alumnas bajó la persiana porque el sol le abofeteaba con mucha urgencia. Ella también había hecho eso años atrás. 

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