Momentos de felicidad

26.03.2021

Los días son, últimamente, bonitos de una forma radical. La primavera se ha abalanzado sobre las azoteas granaínas y ha vuelto a flirtear con el chorreteo de las fuentes. Me gusta especialmente pasar junto a portales que se están abriendo en ese momento, para que salgan madres o hijas o carteras, dejando que ese eco húmedo tome las calles. Las piedras que cubren los suelos miran ahora hacia el cielo gozosas, regocijándose cara a los rayos de sol sincero, pidiendo abrazos y lametones. Las esquinas murmuran y se divierten entre cafés primero, cervezas después.

Lo más hermoso es el inocente trino de los pájaros, la calma de su hacer diario en compañía, que se vuelve abrumadoramente político entonando por encima de los coches y de los insultos ajetreados. Respondiendo a su llamada, en todas las grietas, en todas las parcelas escombrosas, entre teja y teja, y también en las veredas del Sacromonte, han explotado las alas amarillas de las mostazas y los jaramagos. Las amapolas todavía están pensándose si les apetece madrugar. Junto a la acequia gorda vi el otro día a un pato volando con la profunda felicidad de alzar su propio peso, anunciando a las alubias que era momento de sacar las cajas de la ropa de primavera y echarse al hombro los brotes blanquecinos de seda fina.

Ayer hacía calor desde bien temprano. A las nueve y media me eché a pisotear las aceras todavía empapadas por las mangueras a presión. Fui a casa de Teresa para llevarle un arroz con "pava, bajoca y alcacil" porque en esta ciudad es mucho más fácil cuidar de las amigas. "Así habla mi abuelo". "Por eso me acordé de ti". De ahí me fui a la huerta de Carmen, limpiamos un caballón, sembramos guisantes, los cubrimos con paja, recogimos el agua de la acequia como si la estuviésemos atrapando con una cometa y nos mojamos enteras sin querer pero queriendo. A la sombra de un árbol disfruté de mi soledad y eché de menos a todo el mundo con alegría.

Por las tardes, cuando tengo que ir a casa de la otra Carmen para explicarle lo que dice este o aquel señor filósofo, hago el camino de ida a pie y vuelvo en autobús para no coger frío y porque, hasta ahora, el Zaidín se recorría con mucho más gusto de día. El sol de las cinco y media rompía macetas y cráneos, así que me fui en autobús, recién duchada y con un vestido azul suelto y suave. Hay ocasiones en las que una vive cómo su cuerpo se siente perfectamente a gusto, su temperatura es la más placentera y la piel se deleita consigo misma. Escuché el nuevo disco de una de las cantantes que me han acompañado desde mi adolescencia. La clase salió rodada, aunque me quedé sin nada que explicarle antes de lo que me habría gustado, así que para llenar los minutos restantes hablamos de la caza de brujas y del poder médico. Al salir pisoteé las baldosas ya casi secas que desprendían un olor pseudofloral, de comunidad de vecinos de clase media alta con piscina para el verano. Imaginé que las casas que me hacían de atrio se preparaban para una cena ligera. El cielo se había vuelto azul cobalto.

La calidez del aire me condujo paso a paso hasta el centro como un hechizo. Yo había intuido que sería una de esas noches donde la vida sigue siendo suavemente placentera sin el sol. Llamé a mi familia y mi hermano se asomó para decirme que aunque llevase días ignorando mi último mensaje él también se sentía muy feliz de tenerme como hermana y también me quería mucho. Personas que, supongo, también se querían mucho, seguían aprovechando los muros del río Genil a modo de banco.

Teresa me esperó en la plaza de la iglesia en donde se casó la prima de Clara, con un pañuelo morado atado a la cabeza. Un vino, unas cerillas y un quitaypon de chaquetas de punto. La conversación hizo que Tere sacase de su bolso el libro de Leila Guerriero que estaba devorando insanamente con frenetismo. A mí me encantan esos momentos de lectura compartida, en voz alta, corpórea como el viento. Uno de los fragmentos hablaba sobre la felicidad, y yo pensaba "qué felices son todos los días desde que la vida me parece fascinante". La vida como fenómeno biológico. La vida como magia material. Le pregunté si ella tenía algún recuerdo que identificase con la idea propiamente dicha de la felicidad y me habló de cuando su madre la despertaba con amor y cariño para irse al cole. Yo no dejaba de recrear en mi mente un evento mucho más reciente:

El martes de la semana pasada nos reunimos en el huerto para festejar la primavera, el fin de curso y la cosecha de pétalos y brotes tiernos. Después de trabajar, pasear y hablar de plantas medicinales, desplegamos un rancho sobre la enorme mesa de azulejos esmeralda y blanco con dibujos de granadas. Las diferentes recetas que cada une había preparado daban vueltas de sacacorchos de mano en mano, como el sistema solar en el universo, según nos explicó Carmen ese día. Nos movemos a través del espacio y todo nos importa tanto... La gente se fue yendo poco a poco. May, Lola, Carmen, Esperanza, Laura, Ana y yo, alargamos la conversación todo lo que nos aguantó el cuerpo bien relleno y desgastado. En un baúl de madera Carmen tenía decenas de pastillas de jabón caseras. Yo me llevé una, como también me llevé la tintura de milenrama y un montón de caléndulas para hacer un oleato. El momento estrella giró en torno a esas pastillas de jabón blanco roto, o mejor dicho, en torno a los platos sucios que limpiaríamos con el jabón. Unas cogieron los cubos y sacaron agua de la acequia deslizándolos hasta el fondo con una cuerda. Otras nos hicimos con trapos, otras amontonaron los cuencos de barro y entre todas montamos una cadena de recogida a la sombra de la higuera, con el sentimiento del vino tinto vibrante en las venas. Clin clin clin, la cerámica iba saliendo de entre las tazas de latón de mano en mano, chof, sumergida en el agua helada, chin chin, acariciada con la babosa pastilla de jabón de sosa y vuelta a sumergir, glup. Yo era el último eslabón de la cadena que abrazaba la loza con un paño como mi madre me abrazaba a mí con una toalla caliente cuando salía de la bañera tiritando. Mi mente ha hecho una fotografía borrosa de la explosión de verde alrededor de la cubertería esmaltada, el agua tintineante escapando de los cubos como perlas de cristal y el olor a fresco, a limpio y a tierra de un huerto donde las mujeres hablan de cosas de mujeres, se aman y se apoyan con 60 años de diferencia. Una luz muy brillante lo inunda todo y quema el carrete, dejando sólo una mancha blanca-arcoiris en mi retina. Esa mancha se llama felicidad.


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