Oslo
He venido a Oslo para cerciorarme de que las brujas que Roald Dahl conocía se encuentran muy lejos. Fulmino los pies de los viandantes con la mirada tratando de discernir algún cojeo, síntoma de la ausencia de dedos que las caracteriza. A ella sólo le gusta acercarse a una bruja que no tiene nada que ver con las demoníacas figuras calvas que visten guantes y detestan el olor a niño. Mi misión es la de un SWAT: rastrear y asegurar la zona ante cualquier tipo de peligro.
Quiere olisquear las telas manchadas con los pinceles de Munch. El problema es que saltar en paracaídas sobre un campo de minas no es muy buena idea si se desea conservar la vida. Quién me diría a mí que sería yo quien anduviese a la caza de brujas. Cuando se tiene una adicción se cometen todo tipo de atrocidades. Me he licenciado en control antiplagas de payasos y soledad. He desarrollado un sexto sentido que detecta narices rojas de gomaespuma en la oscuridad, percibe trajes como decorados con gomets e identifica un intento espeluznante de humor en 50 km a la redonda.
Después de fingir que soy el estereotipado príncipe azul de Disney, diré que no soy yo quien derrota monstruos. Mi deseo de garantizar que esté a salvo se queda en fantasía. No necesita de nadie para asustar los dragones de su camino. Todo cuanto me corresponde es no ser yo quien suponga un peligro.
Quizá pueda concederme también soñarla en el extranjero.