Otoño en casa

08.10.2018

Amanecí en una cama ajena que me había sido familiar en algún momento. El patio de luces seguía meciendo las mismas sábanas. El ritual se dio por inercia. Me puse el tanga del día anterior, salí en silencio de la habitación soltándole la mano casi al tiempo que atravesaba la puerta.

- Buenos días, mi niña. -Mi amiga, que también era su amiga, se comía un plátano con prisas en la cocina. Me sonreía interrogante. De camino a la boca de metro intercambiamos pareceres, cogidas de la mano.

- Que disfrutes del fin de semana. -Y quedamos frente a frente, en andenes opuestos.

Me dolían los labios, por los mordiscos y la falta de humedad. Me había dejado la vaselina en el maletín de trabajo (¡mierda!). No importa, pensé, en unas horas estaré en casa y no necesitaré ningún bálsamo. Era una de esas mañanas que se sienten propias. Como la mañana era mía, decidí desayunar fuera, caprichosamente. Entré en un café de barrio, pero sólo había bocadillos de jamón, los churros se habían terminado (¡Si sólo son las diez!). Junto al portal contiguo, una franquicia de "pan lento" despachaba desayunos.

-Perdona, siento molestarte, pero a mi hijo se le ha caído un juguete bajo la butaca, ¿te importa que lo busque? -Me levanté taza en mano. Tenía al niño en brazos, lo apretaba contra su pecho con un gesto de culpabilidad. Entonces una chica joven apareció y escuchó atenta las instrucciones que la mujer dictaba. El crío se echó a llorar. -Es que he tenido que despertarle muy temprano. Gracias, a la una nos vemos, hasta luego. Adiós cariño.

Me di una ducha reconstituyente, puse al día a Raquel, y me fui a la estación de autobuses. Hacia las cinco de la tarde cruzábamos el túnel del Negrón. Asturias aparecía pesada, plomiza, incontestable, como la única verdad absoluta, cubierta por una luz otoñal venida del Edén. Ya no me ardía la boca.

Mi madre me esperaba en el aparcamiento, junto a la puerta derecha del coche. Agarré el volante y fui consciente de mi propio ser. Asturias no conoce la velocidad, es ajena al bullicio y al desenfreno (Fuera del caos incomprensible de Madrid, que atrapa mecánicamente en esas dinámicas fabriles deshumanizadas, es posible parir el sujeto). Ya me percibía. Los dedos de mis pies estaban congelados, mi piel tenía vida (En Asturias, mis huesos viven un dulce invierno perpetuo).

En la cocina había pastas de chocolate, de las que elaboran artesanalmente en la mejor confitería ovetense. La mesa estaba cubierta de manzanas, los árboles no admitían ni una sola más. Después de saquear la despensa, salí a por Sara, a un contratiempo que tampoco importaba demasiado. El coche apenas podía abrirse paso entre los horreos y las vallas de espino. Se subió al asiento de al lado con galletas y nuevas historias. Nos reíamos con la luz en la cara y la carretera eclipsada.

Cuando llegamos al Llar, la proyección del documental todavía no había empezado. Qué raro. Naturalmente, la proyección resultaba ser el día 26 de octubre. Por suerte había una charla acerca de la militancia femenina en la resistencia antifranquista y decidimos quedarnos, lo mismo nos daba. Nos sentamos junto a un grafitti que decía "ensin muyeres nun hai revolución" y engordamos el público de los eventos que consiguen sacar adelante los colectivos del pueblo. Me emocionaba estar allí, aquella es mi casa.

¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar