Parte 2
OSLO, 8-11 de julio
La primera canción que oí al llegar a Noruega fue "Despacito"; sí, Luis Fonsi parece tener éxito hasta en Escandinavia. Nos subimos en un tren repleto de mudos con pelo rubio. Al salir de la Estación Central en Oslo nos recibieron esqueletos de edificios en construcción y la misma ausencia de sonido que llenaba nuestro vagón.
Hans Peter esperaba calmadamente en la terraza de una heladería de la urbanización. Esta gente no parece vivir en otro país sino en un universo paralelo. Tanta perfección y progreso técnico abruma. Sus casas blancas con embarcaderos se tornan bochornosos incluso para alguien que también vive en un país privilegiado.
Nos condujo al bloque de viviendas correspondiente. El apartamento se inspira en las exposiciones de IKEA, con muebles de madera y mucha luminosidad, sólo que con paredes de verdad y una amplitud de campo de golf.
Helena y su madre habían terminado de recoger y esperaban con sus maletas preparadas. Hans nos hizo entrar y los minutos que siguieron podrían incluirse en mi top ten de momentos incómodos. Para hacer algo tan sencillo como entregarnos unas llaves ocuparon segundos y segundos sin palabras, mirándonos como desconcertados sin saber muy bien qué hacer. Mi madre no dejaba de chapurrear expresiones del estilo "Oh, it's wonderful!", "It's so beautiful!", utilizando una voz demasiado teatral y chillona.
Cuando se sintieron satisfechos con su tortuosa parsimonia nórdica, nos dieron por fin un respiro y mamá echó la cerradura, no fueran a volver.
No pego ojo. Está claro que se dejaron todo el presupuesto en modernidades como reguladores de intensidad para la luz y se quedaron sin fondos a la hora de instalar persianas. No me extraña que ahora tengan que recurrir a familias españolas como tutoras en finanzas del hogar. Total, que no volveré a viajar sin mi antifaz de noche.
La primera mañana pasamos las galletas con la garganta seca porque era domingo y los amigos no dejaron siquiera un brick de leche en la nevera.
En el ferry me quemé la cara por la brisa y el reflejo del mar. Caminamos hasta el Museo del Pueblo y nos tiramos medio día entre poblachos con casitas como sacadas de un parque temático.
Después de comer una caja de fresas y antes de que comenzara un espectáculo de baile regional con niños dando brincos en trajes de colores verde y rojo, me tumbé entre los cerdos y los patos. Se me pasaron por la cabeza la infinidad de posibilidades que había de que Marina se pasease por las bocas de Benidorm. Al segundo, mirando las nubes y sintiéndome muy pequeña, dejé de estimar tales chorradas como catástrofes y pensé: Que se divierta.
Ayer pateamos por casualidad todo el barrio musulmán, que resulta ser de lo más bonito (por decadente), camino al Museo Munch. Me sorprendió mucho que el pintor no trabajase sobre un fondo.
He heredado de mi padre la afición por los jardines botánicos. Nos refugiamos de la lluvia en los invernaderos, de temperatura amazónicas y repletos de mariposas.
Hoy me pasé el día a bordo de un tren que atravesaba montañas nevadas y lagos de color negro. Los árboles debían sentirse como mi cuerpo helado de pena. Es ese frío óseo que se sufre por mal estado de ánimo independientemente de las condiciones atmosféricas. En esos casos, lo que más me reconforta son siempre labios calientes.
Tenía pensado leer y escribir durante las 7 horas de trayecto pero el monstruo que se come tu útero por dentro me atacó de golpe y con medio mes de retraso. Me entretuve entonces con lagrimones de dolor, dando paseos al servicio cada dos por tres. Era uno de esos baños que parece que se van a tragar tu culo y teletransportarlo a Marte al tirar de la cadena. Ni con el hedor de los dos metros cuadrados me olvidaba de mis horrorosos calambres.