Pienzu, luego qué
Yo te propuse que vinieras a mi casa un fin de semana sin pensar que aceptarías, pero deseosa de mostrarte mi verde y mi lluvia.
La noche antes de coger el bus dormiríamos juntas. Según la explicación oficial: para ir de madrugada a la estación. Según mi versión interna: porque cada luna entre tus brazos me ilusionaba como la mañana de Reyes a los cinco años. Candela vino al barrio para merendar conmigo un donut vegano. Yo le decía que estaba enamorada de su amiga y me respondía que no fuese idiota, que sólo decía eso porque así me sentía yo por ti. Me empeñaba en negarlo, aunque mi estómago lo sabía. Iba de la habitación a la cocina, preparando leche de avena, regando las plantas del balcón, ansiosa porque tú llegaras de una vez. A Candela estuvo a punto de escapársele que yo quería que nuestras lenguas se diesen amor. Nos dormimos encajadas, como siempre, con mi culo entre tus piernas y tus brazos volviéndome peluche y mi sonrisa incrustada en el aire de la noche.
Siempre que venías a desayunar, me ocupaba de que hubiese fruta y yogur de soja y coco, para que no tuvieras que digerir el pan, que sabía que te sienta mal. Los desayunos entre tú y yo siempre fueron algo importante.
Íbamos un poco justas de tiempo, según mi percepción. Las maletas traqueteando en dirección Plaza Beata. Era ocho de marzo. Un señor me escuchó cantar "Asturias patria querida" y me siguió en el orgullo un rato. Las calles todavía estaban mojadas, los comercios persiana abajo y el sol tenue y tímido.
En el bus subí mis piernas sobre las tuyas y me acogiste con frescura, siempre dispuesta a ser hogar, como tú eres. Ibas leyendo un libro sobre los toltecas, me pediste que no me riera de ti. Yo solamente pensaba que quería verte leer todo el día, porque te asomaba la punta de la lengua y empuñabas el lápiz envuelta en una distracción por la que suspirar.
Saludaste a todo el mundo con esa luz intensa que desprendes y probaste las moscovitas sentada en mi cocina. Esa tarde nos fuimos a la manifestación. A mí me emocionaba ver a tanta gente desbordando Gijón, falando n'asturianu. No sabía que a veces te agobiabas entre la multitud. Esa vez era yo la que deseaba que terminase para irme contigo a ver el mar, a sentirte cerca. Cuando pude doblé a la derecha y recorrimos la arena helada de la playa corriendo y cantando. Quería besarte. Las farolas brillaban amarillo intenso por tramos y yo deseaba ser ola para bañarte los pies. Sólo me sobraba una letra, pero me faltaba valentía. Nos enfundamos en el edredón atrapador de mi cuarto y madrugamos más bien poco para desayunar en el café de madera del pueblo con mis mejores amigas, y salir hacia el monte que se baña frente a Lastres.
Íbamos charlando sin descanso, porque nosotras siempre queremos contarnos de todo. Teníamos menos agua de la necesaria y una buena subida. Recuerdo que te tumbaste en la hierba junto a mí y que nos sentía libres y grandes, hechas de roca y deseo. El cielo nos volvía brillantes. De nuevo, cantábamos. Me contaste que tu hermano versionaba a Maná con su Marisopla traicionera. Dejábamos atrás bebederos de vacas, y caminantes que ya descendían y nos miraban con preocupación. Cuando por fin alcanzamos la cruz estaba muy mareada, pero la felicidad de ver el Cantábrico a tu lado me mantenía palpitante, ligera.
Llegamos al coche para cuando las nubes empezaban a meterse en la Sierra. Tu piel destacaba entre tanta vida. Te hacía gracia que condujera tan lento pero no decías nada. Yo cantaba, otra vez.
Entramos a la playa de la Espasa. El agua estaba brava. Me bebí una cocacola y comí unas patatitas para aliviar el mareo. Tanta altura y tenerte eran un fuerte detonante para el vértigo. Demasiada alegría.
Bebimos sidra cuando ya estaba oscuro. En la cuesta del muelle siempre apetece lamer el vaso de fino vidrio subida en el muro. Los faroles vertían una luz girasol. Un amigo de mis padres vino a saludarnos y después se perdió calle arriba. Estábamos ya un tanto afectadas, la sinceridad quería abrirse paso a trompicones. Paseamos por el puerto y yo me atreví a llamarte romántica sarcásticamente. Sé que te encendió por dentro. Fue un instante teñido de esmeralda por el faro del espigón. Te abracé por la espalda y tú ya nerviosa, porque esperabas que todos los pescadores desapareciesen para poder lanzarte a este vacío en forma de pregunta. Un diente de león me ofrecía el deseo, casi al llegar a casa. Querías saber qué había pedido. No te lo puedo decir, si no no se cumple. E hice bien callándome esta bocaza impulsiva por una vez.
Nos sentamos a escuchar música en el salón, tu cabecita sobre mi regazo. Te quedabas dormida y yo quería ser tus sueños, pero me conformaba con la idea, con el ojalá se borrara la contingencia.
En la cama ya no te atrapaba el descanso, me acariciabas el pelo, me besabas los hoyuelos, pasé mis dedos por tus labios y mi boca se acomodaba en tu cuello con los ojitos empañados. Mi corazón corría pero no se veía nada, el tuyo brincaba bajo mi perfil. Entonces lo leíste todo, como mi mayor fan, lo quisiste, lo pintaste. Nunca antes una humana había viajado tan lejos en una noche. Estrellas y nebulosas se revolvían y creaban elementos que encendían un universo mejor que todos los otros. Las fórmulas tenían sentido, tenían todos los sentidos. Sólo podía renacer en cada gesto, bajo tu mirada, al abrigo del frío. Todo me decía que sí, resolvía enigmas.
A la mañana siguiente de nuevo. Y queríamos besarnos fuera de la cama, haciendo el desayuno, viendo el faro bajo la lluvia, viendo la lluvia sobre el faro. ¿Y qué pasó luego? Que nada se detuvo y seguimos tú y yo en órbita, abriendo indecibles frente al miedo, contra el orden y el límite. Yo ya no puedo terminar películas sin colgarme de tu saliva, sin rebuscar tus caricias y hundirme en ronroneos absolutos. ¿Cómo sería la vida sin ti?