qué alegría qué pena

13.09.2024

Llegar e irse, no parece muy interesante. Aunque en realidad casi todas las historias hablan de eso mismo. Los escenarios, en cambio, permanecen.

La historia de un pueblo puede contarse a través de los que llegaron y se quedaron y también a partir de los que se fueron y buscaron reemplazo o simplemente dejaron un hueco tras de sí. Los veranos son para muchos pueblos una especie de función teatral que caricaturiza su antigua vida y representa de nuevo el drama de su vaciamiento. Claro que por eso de que la función es caricaturesca, el final muchas veces se ansía y se agradece. Para los que aparecen en los meses de julio y agosto, los que se quedan suelen ser también parte del decorado. Aparecemos. Aunque la cosa cambia cuando conoces a esos que te reciben. Les conoces porque para ti la función tiene algo también de tradición, de costumbre, de vida.

Mi casa es igual a otras nueve. Están todas en fila mirando al mar y las construyeron en la época de la dictadura para alojar a pescadores con pocos recursos. Mi padre nació aquí. Yo, en realidad, nunca viví aquí. Es la casa donde mi familia veranea y a donde me traslado cada agosto -al menos-, para estar con ellos y, honestamente, para escaparme del calor infernal de Madrid. Yo vivía en otro pueblo no muy lejos. Conozco a algunas de las familias que viven en estas casas. Solo cuatro siguen habitadas por quienes las inauguraron. Solemos tener las puertas delanteras y traseras abiertas. Nos enteramos de todo lo que pasa aquí. A veces es molesto pero hoy me gusta ver la luz de su portal encendida, porque el final de agosto puede ser muy mezquino. Son los créditos de una película bonita del catálogo de Filmin. ¿Verdad que una se siente mucho mejor cuando, entonces, las luces del cine se encienden y ve que a su lado las butacas están llenas? Mucho mejor aún cuando ve caras queridas. Pues eso, eso es lo que me hace sentir a mí hoy el olor a ajo que llega hasta mi primer sándwich de queso y huevo del curso.

Todavía no me he ido pero llevo un par de semanas anticipando ese momento. De tanto anticipar se me ha instalado una nostalgia que me ha ganado con trampas porque no estoy aquí del todo. En parte es por eso y en parte por constatar que no se puede correr más que el calendario y, mucho menos, correr más que las estaciones. Aquí las estaciones te recorren con intensidad. Si cierras los ojos podrás dejar de ver que la luz se vuelve más blanquecina hacia el final de agosto, pero olerás las moras maduras y los helechos húmedos. Si te tapas la nariz escucharás un silencio roto tan solo por un oleaje más vehemente que el de ayer. Si insistes también en no escuchar, necesitarás la chaqueta que antes sacabas solo por si acaso. Pero desde luego, sin ninguna duda, los colores son los principales delatores. A mí se me asomaron a la pupila ya hace un par de semanas, lo vi venir y, claro, ya no es todo abandonarse. De agua turquesa a azul marino, de prados verde vivo a verde esmeralda, de una luz amarillenta a rayos blancos y cielos más opacos.

Cuando llegué todavía estaba aquí Tatá, faltaban todas las visitas recurrentes y cada día calentaba tanto que era imposible imaginar que el sol brillaría con menos vigor alguna mañana. No me había molestado aún con la cantidad de turistas ni con mi propio tiempo libre inagotable mientras los mismos camareros me ponían la botella de sidra en la mesa noche tras noche. Tenemos que ir un día a la Espasa con las primas, tenemos que ir un día al mercáu de Colunga, algún miércoles que esté malo podemos ir al Jurásico. Todavía no había ninguna prisa. Cada mañana un café en la terraza viendo el monte saludar, los mordiscos desatentos al pan de maíz como si fuera el de siempre. Unas lecciones de duolingo para practicar el catalán porque si algún día falta trabajo no viene mal tener la opción de ir para allá. Y por gusto también. Luego, un par de horas de lectura atenta a ensayos filosófico-políticos para ir esbozando un proyecto de tesis aún no urgente, aún deseable. La mar, después de estirar el rato en casa, me apetecía siempre como un helado. Hacía muchos veranos -tantos que creo que aún era niña- que no me bañaba durante tanto rato. Las olas volvían a divertirme y la temperatura era perfecta como para dejarse mecer sin estremecerse. Una ducha, crema hidratante, un paseo por la noche y al bar. Me estaba saltando algunas de las cosas que me había propuesto: ver alguna película de las que tenía apuntadas en las notas del móvil, reescribir el maldito libro que había dado por terminado. Daba igual. Por encima el gusto, sobre el plan, ¿algo impropio de mí?

Después, no puedo decir exactamente cuándo, empecé a sentirme turista en mi tierra natal. No se es turista por nacimiento ni por procedencia. Se es turista en la práctica de consumo asociada a la clase que puede disponer del tiempo del otro. Tengo unas vacaciones muy largas porque este año he trabajado para el Estado y cobrado un sueldo bastante digno como para no tener que preocuparme de nada que no sea leer y bañarme y si hay medusas o no. Pero no quiero irme, cancelo el viaje a Murcia de final de mes, saco un nuevo billete de tren unos días más tarde de la fecha prevista para volver a Madrid. El mar turquesa se revuelve y arranca de su fondo algas color ocre y burdeos. Empieza a ponerme difícil lo de quedarme a remojo como un bikini en el lavabo. Primeras banderas amarillas, una playa que desaparece con la luna llena y nos expulsa al césped que la bordea. Pienso que este año no he ido nadando ni un solo día hasta las columnas que asoman en mitad del agua desde las que me gusta tirarme y mirar mi casa. Me daba miedo que me picase una carabela portuguesa. He ido alrededor con la piragua de mi padre. He visto de cerca muchas carabelas. Pero también ellas se fueron marchando. Cada vez menos burbujas moradas, también son frioleras.

Pasan las fiestas del pueblo. Me las pierdo porque estoy en las fiestas de otro pueblo en Euskalherria. Me gustan más aunque no hay verbena sino txosnas. Ya son imprescindibles, parecen reafirmarme en que sigue siendo verano. Yo no me enamoro en verano, por eso aquí no pasa nada usualmente trepidante. Es cierto que en Aretxabaleta me vuelve a gustar la gente y me vuelvo otra vez hacia fuera porque hay personas como yo, afines. Después ya vuelvo aquí, a estar a mi bola y hablo menos cada día y pienso recurrentemente que queda menos y que no quiero pero a la vez lo deseo porque quiero ser visible y estar agotada. Mi madre me propone que hagamos un testamento. Me deja de piedra. Llevo un montón de días imaginando que no estén. Se acabaría ahí mi propia función, dejaría de tener sentido. Me da un miedo que me muero. Por eso no quiero irme, no dejo de pensar en que quizá debería elegir quedarme. Me empiezan a llegar mensajes al móvil sobre el taller de escritura que retomamos en septiembre, la reunión de casa, la reunión para preparar nuestro podcast, las asambleas de vivienda que reanudan su actividad, el festival de filosofía que inaugura el curso. Siento muchas ganas, a la vez, muchas ganas de estar con mis amigas y de que ninguna seamos turistas, de tener la posibilidad de enamorarme. Pero todo eso pasa lejos, donde suelo cenar sándwich y no están mis padres para tomar una botella de sidra. Es posible que hoy me haya dado el último baño de la temporada, los próximos días viene lluvia y tengo que recoger y hacer gestiones para mudarme de vuelta. Nada me obliga a irme, estos meses no trabajaré, pero mi vida me interpela, tengo cita médica.


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