Señardaes (castellano)

20.05.2018

La noche se había tejido como una sucesión de desvelos, uno a cada movimiento de su compañera de colchón. Eran las nueve de la mañana. Despegó los párpados y, a través de la untuosa ranura, adivinó la figura arcillosa de Lucía. Trató de situarse. Haces de luz saltarina descubrían cavidades y surcos azarosamente. Consiguió enfocar la mirada, ahí estaban sus labios agrietados y tiernos. Un poco más lejos, sus pupilas azabache. Lucía se retorcía levemente abandonando el sueño, sin mediar palabra. Lola le dio la espalda intencionadamente, porque sabe que, más próxima de la naturaleza que de la oratoria, Lucía rodea su cintura y le transmite corpóreamente lo que no se permite expresar con palabras. No volvió a desaparecer, se quedó así, protegida.

Al otro lado del cristal las nubes pasaban en dirección única, con una letanía sobrecogedora. Honestamente, Lola no supo encontrar culpables, aunque si se hubiese detenido a pensarlo un poco más, seguramente se habría señalado a sí misma. ¿Había sido el cielo color pavimento el encargado de destapar sus hoyos insatisfechos? Sentía que los haces de luz saltarina también habían expuesto su interior inerte.

Los balcones saludaban agitando sus sábanas mojadas, las toallas con olor a jazmín. Mientras tanto ella, no podía dejar de pensar en su totalidad, hasta resultarse despreciablemente inabarcable. Montañas de ropa usada amurallaban la quietud en que los brazos de Lucía la punteaban. Magma ardiente fuera de sí, y también brotándole dentro, todo se resolvía tenaz.

Últimamente hay poco tiempo, piensa. Se consume como la mecha de una vela, inundando la estancia de la esencia más melosa hasta desaparecer. Lola no puede soportarlo, quiere desplegarse y contenerlo todo, por una vez, de forma estática. Sin embargo, todas las cintas de colores se escurren entre sus dedos. Contempla, con la córnea cristalina, un fotomontaje que altera el film original. Lo ha cubierto con un filtro sepia, adornado con violines y dulzura, para torturar a su corazón que se resiente maleable como plastilina. Ni el orden cronológico ni los diálogos de la historia análoga encuentran fidelidad en su "basada en hechos reales".

Lola quiso aferrarse como una garrapata a la melena rubia que le cubría los hombros. Después quiso escapar a su casa en el Norte, como si allí hubiera de reencontrarse con el pasado para organizarlo o restaurarlo. Lucía decidió que era momento de levantarse y la congoja fracturó los azulejos con cenefas tintadas de Lola, por la brusquedad que la trajo de vuelta al presente. Unos segundos de aceleración. Se insertaron en el barullo. Ana entraba y salía de las distintas habitaciones, con aires de haberse puesto en movimiento hacía ya unas cuantas horas. María y Mario tenían demasiada energía en el cuerpo para estar haciéndose conscientes de la cantidad de cervezas que se habían tomado.

Fueron al supermercado, dejando a su paso una estela de olor a cuerpo cansado y piel consumida. Largas colas se distribuían por el espacio en un ordenado follón de pitidos y bolsas de plástico. A Lola siempre le había gustado pasar junto a las neveras que murmuran y refrescan la cara. Le recordaban a las tardes de verano en que, al cerrar la piscina municipal, sus amigas o su novia la acompañaban a por batidos de chocolate.

Cuatro agentes de la policía nacional entraron al establecimiento mientras Lucía acercaba la tarjeta de crédito al lector magnético. Al parecer, un hombre necesitaba ser reducido por las fuerzas del orden al completo, porque o bien estaba comiéndose un paquete de galletas sin pagar, o se había echado demasiado perfume del probador. Al salir del supermercado, se cruzaron con una mujer que le decía a su hija: <<El policía te ha saludado, ¡cuántos amigos policías tienes!>>

A un camarero se le había caído la caña de cerveza al apoyarla sobre la mesa de latón y volvía bayeta en mano enfadado consigo mismo. En los balcones había mujeres, siempre mujeres, escupiendo humo y sacudiendo las migas de los manteles. Algunos chorreaban el agua que, teóricamente, debía caer sobre las macetas.

De vuelta en casa desayunaron tostas de tomate y aceite, al principio acompañadas, después a solas. Lola iba a irse, para no ser un estorbo, pero Lucía mencionó que agradecía la compañía, así que disfrutó de su presencia con la conciencia más tranquila. Lola tenía ese problema, no quería resultar cargante, quería estar tan sólo cuando debía estar. Al final siempre se encontraba a sí misma en estado de alerta. Si cualquiera hubiese podido penetrar en su mente, habría descubierto un entramado de cadenas y muros que, de cara hacia fuera, la pintaba como alguien perfectamente correcta, apropiada, oportuna, estable. Internamente, mantenía una lucha constante contra natura. Era traumático, doloroso como la historia de la humanidad. La sinopsis de su vida podría rezar algo como: un duelo por dominarse a sí misma.

Lucía la retuvo un poquito más, con un abrazo, cuando dijo que debía irse. Aun queriendo ocultarlo, a Lola la hizo profundamente feliz. Aquel ser presa, unos minutos, de otra y no de sí, de una otra deseada, querida y admirada, hizo que sus músculos se relajaran. Así ocurría cada vez que la mujer rubia como la selva daba a entender que la quería consigo en ese instante. Como sabía que no podía ponerle pinzas a esa falda no se esperaba nada, y cuando se asomaba y el viento no se la había llevado aún, se alegraba en lo más sincero de su sentir. La besó en la boca, le mordió los hombros, las orejas, el cuello y le respiró al oído erizándole la piel. Tez clara devino sonrosada con la proximidad de su saliva, y la humedad se les pegó al cuerpo transformándolas en bochorno.

Rendida sobre Lucía, atesoró un nuevo recuerdo, en ese cofre del pasado que se volvía demasiado pesado como para soportarlo más. Cada vez que se descubría pensando así se fustigaba por ingrata, por vanidosa y egocéntrica. Nada en sus propias carnes le parecía de gravedad, o más bien, no se otorgaba la potestad de que se lo pareciese. La culpa la corroía por dentro, hacia todos, hacia su propia existencia, y sentía que hacía tanto mal con cada acto que se movía entre la búsqueda de una expiación posible, y la posibilidad de victimizarse siempre, creyéndose podredumbre. Fuera como fuese, despreciaba ambas opciones.  

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