Septiembre
Cogimos un total de tres autobuses para llegar a Lastres. Todos marcaban erróneamente la hora, como es regla general en Asturias.
Las puertas del último se abrieron frente a las escaleras de casa. Levantamos las persianas y la claridad avanzó por los rincones iluminando el baile repentinamente organizado por las motas de polvo. En la habitación de la balconera hicimos chirriar el frío cabecero de metal.
Las últimas horas de Sol, si es que así se puede llamar al cielo de luz grisácea que nos encapotaba, las pasamos caminando por la playa. Dos sonidos monopolizaban nuestro aparato auditivo: el brusco y cortante romper de las olas, y los cuervos vigilando desde los cables. Una sensación esférica de clausura se mezclaba con las nubes de mosquitos. Algo parecía estar a punto de pudrirse.
La marea estaba retrocediendo (o eso creímos) mientras yo grababa a Marina avanzando entre las rocas. Pareció invertir su movimiento, como si tratara de atraparnos. Corrimos burlando el efecto de la Luna Llena y mis pies descalzos bailaban sobre la arena retando al ir y venir del mar, hundiéndose muy, muy profundamente en la viscosidad.
Por un instante pensé que desapareceríamos y todo lo que restaría de aquel día serían las pequeñas películas. Algo me apretaba el pecho.
La playa de Lastres es un lugar pseudoabandonado por los políticos. Un cobertizo de ladrillo con agujeros en el pavimento hace de retrete, y un arroyo que nace en la depuradora desemboca repulsivamente en nuestro mar.
Los feos cimientos del hotel que nunca llegó a construirse contemplan las embarcaciones pintadas sobre el agua, y un buzo con boya naranja ignora este malestar que me lame interiormente.
Cuando le doy la espalda a Marina siento que no estará allí al girarme, pero apenas se ha movido.
Un hombre se desvaneció por el sendero que lleva a la montaña, dos desconocidas entablaron conversación a raíz de la amistad nacida entre sus galgos, una pareja charlaba junto a su furgoneta y nosotras terminamos la bolsa de patatas fritas antes de volver al pueblo.
Le canté una canción y le vi la cara al peligro: la proximidad de la lejanía.
Una vez en lo alto, del restaurante se escapó un aroma a cabaña y fuego. El amarillo de las farolas devolvió la seguridad al frío filtro que nos coloreaba.