Sobre el Cantábrico desde el Egeo
En las costas del Egeo, las cigarras hacen que las montañas toquen las maracas sin descanso. Las playas no tienen horizonte, son recortadas por más roca mítica. Hay grandes palmeras ondeando con parsimonia, proyectando mínimas sombras bajo el sol abrasador. El ambiente huele a pino verde, a tronco de costra leprosa, es un aroma seco y confortante.
Yo tenía los ojos irritados, de sal, por ser etérea y blancamente anfibia, rodeada de destellos y escamas de plata. No conseguía despojarme de la maldita manía, toda la vida mirando los fondos como si fuese sirena. Me acordé de otras olas. Más bien, me acordé de LAS olas, porque las aguas griegas eran todo turquesa inmóvil. Desde Lastres, donde me había familiarizado con el océano, se vislumbraba el fin del mundo. Descubrí, siendo una niña todavía, el significado de la inmensidad y aprendí el respeto por lo desconocido. Temía las profundidades, pero me dejaba seducir por su balanceo. En las tardes de barca, saltaba intrépida por la borda, horrorizada al mismo tiempo por la idea de posibles tiburones y calamares gigantes, chapoteaba despavorida y rodaba torpemente, dejándome caer de nuevo sobre el aceite de la cubierta. Mi padre ha vendido el María Elena hace un par de veranos, así se llamaba nuestro bote. Sigo desconfiando de los suelos que no veo, aunque apoyar los pies en las piedrecitas del fondo no me agrada, porque una puede encontrarse con caracoles marinos y cosas similares.
En la playa de Nauplia, todo cuanto yacía bajo mis piernas en movimiento, vibraba en un ir y venir de tejido neuronal cristalino. Una alfombra de arena se extendía largamente como fondo para tal estampado. En Lastres, todo eran pasillos de roca cortante. Para nadar, había que conocer bien los caminos. Había cuatro columnas de hormigón gastado al cabo de uno de los muros. Cuando subía la marea, mi hermana estival y yo, nos encaramábamos sobre ellas y nos lanzábamos de nuevo, a volar.
A Jatima y a mí nos encantaba tumbarnos bajo el romper de las olas y sentir cómo nos barrían las pestañas. Cuando pasaban, salíamos excitadas para respirar. Allí, el mar a veces quiere convertirse en cordillera. Los cielos solían ser grises y las banderas amarillas. Sobre la cresta de las olas yo pensaba que así debían sentirse los pájaros en mitad de una tormenta.
Podría decirse que éramos libres, por estar más cerca de lo animal que de la kultur. Con piernas peludas que no molestaban a nadie ni se nos antojaban extrañas. Sin la necesidad de cubrir cuerpos que nos pertenecían. Correteábamos de poza en poza, caldero cogido con la izquierda y "gafaneru" en la derecha. Atrapábamos quisquillas y las volvíamos a soltar. Mi hermano siempre sufría algún percance: picaduras de avispa, de medusa, pellizcos de cangrejos, pinchazos de pez escorpión, o mordeduras de cualquier anguililla; una vez incluso se le enroscó un pulpo a la pierna. Él nunca le tuvo miedo a la mar, porque la había hecho suya en dibujos y en sueños. Estuvo a punto de ahogarse pero seguía siendo un pirata que abrazaba la tabla de surf, y nosotras le imitábamos como podíamos.
Hoy, mientras me dejaba acunar por estas memorias, estaba quieta. Quieta como esta playa, que no era un campo de experimentación para pequeños Cousteau sino una imitación del Edén. Cuando las aguas se permitían leves inclinaciones, escuchaba la purpurina efervescente tintinear a mi alrededor. Para entretenerme, sumergí estrepitosamente los brazos varias veces, improvisando una especie de jacuzzi efímero bajo mis axilas. Sonaba como si un boomerang rondase a un gong de latón. Siempre me ha maravillado transformarme en pluma. Flotar. Bajo el agua no existe el patriarcado. Una bucea entre esencias y abandona lo corpóreo donde pesa el pensamiento. En el Egeo se flota muy fácilmente, porque es salado como a mí me gusta la comida, aunque me regañe mi padre. Imposible el hundimiento en Grecia, o quizás en cualquier lugar, pero ahora.
Di un par de volteretas antes de salir del agua, como queriendo reencontrarme con la pequeña Mariado que soñaba ser trapecista. También quiso ser faraona, pero luego comprendió que esa voluntad no era realizable y se obsesionó con la arqueología, así que aquí estamos, entre ruinas y olivos.
Al abandonar la playa, me olvidé de todo lo revivido, pasé junto a las cenizas de una hoguera y pensé que todo estaba muy quieto, quieto como las fotografías. Las cigarras rugían con esmero.