Sole

12.07.2018

Soledad intentaba abarcar en un abrazo el mar que tiritaba. Sus manos sentían que recorrían a la carrera los barrotes de la barandilla de un puerto donde era niña. La única diferencia era que, entonces, las yemas de los dedos se le quedaban grises y polvorientas, ahora parecían uvas pasas. 

Se había deshecho del bañador, ya en el agua. Sus pechos firmes, duros, blancos, eran toda una declaración de principios. Querían decir: tengo la regla pero no teñiré de púrpura estigmatizada esta inmensidad turquesa. Era una virgen sucia, una santa mancillada por el vino tinto. 

Si pudiese ver como los peces, bajo el agua, le parecería mucho más sencillo creer en Dios. 

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