Sublime solitud
Como una pompa de aceite arcoiris, así se sentía la tarde temprana sobre la frente. El pueblo estaba plantado en torno a un cruce de autovía y se extendía por poco más de dos calles de un kilómetro cada una. Tras los coches polvorientos, se balanceaba una brisa con correas. Allí, esculpido entre aberraciones arquitectónicas, se exhibía el verano de los asadores de ternera rancia y pollo.
Cerramos el automóvil con el cuidado propio del que pone la mano en hierro candente. El golpe seco fue seguido por el pitido y las luces de confirmación: puertas bloqueadas.
En la sala de reconocimiento le preguntaron si alguna vez había pasado por la consulta del psiquiatra. Sí, respondió. Explíqueme brevemente los motivos. Depresión, ansiedad, un trastorno de la alimentación... Todo en orden, es un peligro para sí misma, no para los demás. Hacía menos de dos años, la respuesta a la misma pregunta había sido negativa. Ese hacía menos de dos años estaba ya muy lejos.
La hostilidad con que se encontraba ahora no era únicamente la correspondiente al asfalto gastado y centelleante. Debía afrontar lo conocido, a través de unas lentes de graduación más elevada. Podía ver los gusanillos sobre las manzanas.
Se pasó por el bar donde su amiga servía cervezas de Sol a Sol. Se acercó para quejarse, por tener una excusa para acabar con una caña entre el estómago y la garganta. Su amiga comprendió lo que venía a hacer. Bayeta en mano, cumpliendo con los estereotipos de novela cutre, le sirvió un oído, un hombro, un hogar donde caerse del asco. Fue puramente circunstancial, con dulzura se dijeron hasta el domingo, y Dolores continuó el camino a casa con menos rabia en el maletín.
Un parpadeo le llevó al cielo inundarse de grises pulcros y gélidos. Volvía a sumergirse en un mar escarpado, que anhelaba ser sierra cubierta por nieve virgen. Los rosales vibraban sobre el fondo trascendiendo todo límite, irguiéndose en sublimidad. Sólo por dos esencias se sentía comprendida: la vida acultural, y sus compañeras feministas. Nada más que la naturaleza podía contener su ser. Podía, sin embargo, rebelarse y revelarse sobre el papel, consolándose con el reflejo autoproducido. Un cuaderno le servía como única medicina cuando se hallaba despojada del batallón.
En la soledad del jardín, cerrándose sobre sí, se escuchó reverberar la celebración de un gol del equipo nacional. Dolores estalló en carcajadas, que se perdieron sin respuesta ratificando una solitud incontestable.