Taxis y chorros
Olía a polvo azulado, amargo. Me produjo desagrado. Parecía que hubiese desayunado un chupito de tequila de pega. No quise ver más, todavía sentía la podredumbre en la parte trasera de mi lengua, en la boca de la garganta, y el estómago revuelto por el trayecto en taxi y las emociones contenidas. Estuve en cama una semana. No literalmente, salía para ir a clase, para tratar de despertar, pero yo me quedaba enganchada ahí, entre las sábanas, mientras mi cuerpo vagaba ensombrecido hasta reencontrarme en la noche sobre el futón.
Cuando me fui todavía era invierno. Al cabo de diez días, aterrizando de vuelta en Córdoba, el amanecer me cantaba himnos de primavera. Es septiembre, eso me dolía. Mi cuerpo espera el repliegue a estas alturas, aceras cubiertas de hojas naranjas; sidra dulce. Realmente, el duelo no se presentaba con el exterior, con las casas color gris y la sequedad del ambiente que clamaba renacer. Las preguntas estaban desperdigadas sobre la funda de mi almohada.
Últimamente no me siento demasiado cómoda con las pretensiones de individua autosuficiente. Empecé a pensar en lo que somos sin el resto, en el lugar del yo frente a la pérdida. El resto nos compone. Antes tenía mucho miedo de no ser yo, porque el resto me configurase, pero ahora más bien tengo miedo de ser sólo yo, sin el resto. ¿Acaso el problema no es más bien que un resto nos consuma, en lugar de que nos componga? O quizá la falta de reciprocidad, o los vínculos verticales, yo qué sé, pero una interdepende siempre. Sin el vínculo, ¿dónde se nos queda la política? Sin el ejercicio del amor, sin los neutros.
Mi maraña y yo nos fuimos de la mano a un ritual. De camino, se me enlazó un nudo a la garganta, porque los árboles hicieron presente a mi amiga Conchi. El aire tenía un destello dulce, la brisa me envolvía cariñosamente. Pensé que eran azahares. Hace unos meses ella me había regalado una cañita que olía así. Al parecer, lo que huele a primavera en Córdoba son paraísos. No había visto nunca esta especie, pero creo que es lo que me ha mantenido funcionando en los días de morriña.
El ritual tenía como objetivo acercarnos al arquetipo de la bruja, nuestra sombra sabia. Yo siempre me asusto cuando veo nubes apareciendo en mi cogote -y eso que soy de Asturias. Lore pretendía que fuésemos integrando nuestra sombra, porque era lo que podía hacernos de sostén. Curioso, de nuevo se repetían las preguntas, esta vez en compañía. ¿Quiénes somos frente a la pérdida? Incluso, ¿cómo nos relacionamos con la muerte? ¿tenemos miedo? Sabemos que moriremos pero, ¿entendemos emocionalmente que moriremos? Eso me ayudó. Pensé que yo podría morirme mañana, o cualquiera de las personas que me importan, y entonces me reencontré con la señal que me gritaba con entusiasmo que debía reconocerme vulnerable y no temer a los telares.
Cuando terminamos nuestra danza, utilicé SHETAXI para solicitar una conductora. En otra ocasión, ella misma me había dejado en casa, después de cantar en un boliche. No me recordaba. En el retrovisor tenía una virgen colgante, colorida y con mucho ornamento. Descubrí que había recogido a mis compañeras de casa hace un mes, así que hablamos de Amaya, de lo mucho que su nombre le había llamado la atención y de lo suave que era su carita. Como todes en Argentina, había visto La casa de papel y Vis a Vis. Al parecer, las escenas de sexo lésbico no le gustaban, porque viste que un niño lo puede ver, y si le entra la curiosidad y lo prueba... Menos mal que mis hijos son hombres hechos y derechos. Y yo le dije que seguramente si los chicos lo probaban estarían bien, así que volvió a hablarme de Amaya. Me apeteció decirle que, además, podía estar tranquila porque, como había dicho el profesor de psiquiatría de mi compañera de casa, ahora que te gusten los hombres no significa que seas gay, así que no os preocupéis chicos, seguís siendo buenos machos hetero. Al bajarme del taxi me entró un ataque de risa, el trayecto me había transportado a mi clase del día anterior. Resulta que, para un seminario sobre cuerpos y afectos, habíamos tenido que leer un pequeño texto de P.Preciado sobre los baños públicos como tecnologías de género. Verdaderamente bueno y revelador. Tanto que al terminarse la sesión, unas cuantas de mis compañeras y profesoras entraron al baño de hombres para evitar las colas y la renovación de su feminidad. Volviendo al tema, una compañera levantó la mano y comentó: No entiendo por qué en los meaderos se compara el tamaño de los penes, si no es correspondiente a lo que mide erecto. Toda la clase se giró en dirección al único que nos podía responder, el profesor de literatura de sesenta y tantos años de edad -deduzco-. (Una vez la profesora había dicho que el Siglo de Oro era el siglo del maestro, pero no creo que se refiriese a su momento natal.) Las demás investigadoras le interpelaron: te toca responder. Y se alzaron de hombros con un gesto de expectación y divertimento. No sólo se compite por el tamaño del pene, hay toda una competición en torno al tamaño y la potencia del chorro. Nos miramos atónites. Esperamos en silencio para que continuara, con los ojos abiertos como platos. El chorro es más potente cuando uno está en sus 20/30, que cuando ya tiene unos 50/60. Creo que con esto me estoy dejando bastante en evidencia. Cuando golpea el meadero hace un sonido. Un sonido potente demuestra esa fuerza y esa juventud, que a algunos ya nos falta. Incluso cuánto salpica es un indicador. ¡Pero no se lo tomen a risa! Si hay incluso un aparato para medir el chorro, que graba gráficamente todos estos matices. La masculinidad me divierte, tiene un punto muy satírico. Me pregunto si el chorro podría dar justo en ese punto, o el tema de la direccionalidad no entra en juego.
A esa compañera me la encontré al día siguiente, en un evento de protesta vecinal del Barrio San Antonio. Gritó mi nombre, pero a mí me pareció oír un "hola" al aire y no me di la vuelta hasta que me agarró por los hombros. De nuevo se me vino el chorro a la cabeza, pero contuve la risa. Al parecer, su hermano actuaba en una de las murgas que venían a llenar el escenario. Las vecinas están siendo intoxicadas por la empresa de un señor llamado Porta, que vierte xileno, tolueno y formaldehído en el barrio. Algunes han muerto y otres han desarrollado enfermedades severas, de forma general, padecen migrañas y conjuntivitis. Me conmovió profundamente. La dureza de las circunstancias les mantenía bailando danzas folklóricas en corro, gritando fuerte y en conjunto. La fiesta era la protesta, porque no estaba vacía del llanto, del aullido. Un girar de pañuelos coloridos, cuerdas vibrantes de guitarra y vasos de zumo de fruta ocupaban el asfalto de la carretera que lleva a la fábrica.
De nuevo, entré en SHETAXI para solicitar una conductora. Cuando llegó nos pidió que, si la policía nos paraba, dijésemos que nos habíamos subido sin utilizar la aplicación. Una nueva ordenanza prohibía todas las aplicaciones desde esa noche, a raíz de las protestas contra Uber de comienzos de mes. ¿Un castigo? ¿A quién le interesaba? Decía que no dejaría de usar la aplicación. Para ella era autodefensa, y también para nosotras. Su taxi estaba en regla, era público, y la única aplicación que no cobra membresía es esta, no es una empresa decía, sino autogestión de las mujeres taxistas. Nos contó que los hombres taxistas estaban cabreados porque ellas se llevaban a la clientela femenina.
Nos detuvimos en un semáforo, entre mi casa y la de mi amiga. Entonces nos contó que ella había comenzado la carrera de psicología, pero no había podido terminarla porque en aquella época, ejercía como policía y no lo podía compatibilizar. Los coches nos esquivaban por la izquierda y yo temía por mi vida. El tráfico argentino se rige, realmente, por otro código de circulación. Luces y claxon, rojas, amarillas. Semáforo verde, luego rojo, luego verde de nuevo. Ella nos hablaba de la biodecodificación. Últimamente todo el mundo me hablaba de la biodecodificación. Mi amiga debía irse, tenía que estudiar. Nos habló de cómo a ella le había servido para curar una sensación de adormilamiento en las piernas cada vez que imaginaba no poder andar. Parece ser que tras su nacimiento, el padre había tenido una infección severa en los gemelos, y la madre había temido mucho por su vida. Esto recién lo había descubierto. Era su cumpleaños, la madre la llamó para pedirle que de camino a casa recogiese unos huevos, le estaba haciendo una torta. Le deseamos fuerza y suerte, como se dice acá.
El amarillo del taxi me llevó de vuelta al chorro. El amarillo de las luces, de la luna, de la yo que se quedaba desprendida en las mantas revueltas. Me comí un helado de durazno, amarillo-anaranjado, y me senté en la terraza, con mis compañeras de piso, para oler los paraísos y reconciliarme con un septiembre que florece.