Tintineo

Entreabrí un ojo y después el otro. El color punzante de lo desacompasado me invadió. Sentía los mofletes inflados y lijados por el frío, el humo, y la alegría.
No me gusta encontrar pegotes de maquillaje del día anterior cuando me despierto, así que suelo desmaquillarme a conciencia cuando vuelvo de fiesta. Por algún motivo, la cara limpia aligera mi dolor de cabeza. Igual que la Cocacola acaba con el mareo y las náuseas, mover la cintura como si se impulsara un hula hoop deshace los nudos en el estómago y ponerse las manos delante de la mirada cerrada se lleva el hipo.
Abrí la ducha y froté mis párpados. Repasé mis pestañas con una toalla de manos. Unté crema hidratante sobre mi piel escarchada y me pinté los labios de un rojo que habitualmente me favorece pero que combinado con la deshidratación y las ojeras corona un signo de exclamación.
Descongelé las dos últimas tostadas, recalenté el café y salí de casa sintiendo culpa y orgullo al mismo tiempo. Siempre llegando tarde a todas partes, siempre descuidando a todas mis amigas, siempre siempre siempre siempre. Pero qué buena amiga, en pie como lo inhumano, con chocolate en el bolso por si le da un bajón, la cantimplora llena hasta el tope. Ni lo uno ni lo otro. Al final fueron unos veinte minutos de diferencia.
El sol hace los dolores más evidentes, no se pueden ocultar. Si hace sol y una lo recibe con fastidio, puede que algo le pese demasiado como para ser reconocido. Ayer nadie se aferraba a la noche, en cambio. Paseábamos por aquel espacio trenzado de serrines y cardos sin distinción, como el día anterior lo hacíamos frente a escaparates de librerías y tiendas eróticas: con la ironía siempre en la lengua como un caramelo, la risa como mecanismo de existencia. A veces entramos en espirales de absurda comedia sin escapatoria y nos volvemos frívolas o completamente irracionales.
También escuchábamos, nos alegrábamos y aconsejábamos con el verbo, a veces con violencia, y nos enzarzábamos en alguna discusión.
Eso son las amigas, imagino: las personas con las que vas a pasear para que se te remuevan las tripas entre lo fisiológico y lo poético. A veces se las deja tiradas, otras no, hay que saber cuándo puede hacerse cada cosa. Las amigas a veces aparecen solo con planificación y esmero y otras siempre dicen que sí.
El olor afrutado y seco del invierno asomaba bajo nuestros pasos, nuestros brazos se enganchaban los unos a los otros.
-¿Me das crema?
-¿Solar o hidratante?
-Solar hija, qué preparada.
-Tengo la piel sensible.
-Me meo.
-Pues mea.
-Uf, qué frío.
-Tía yo también me meo.
-Pues nada un poco de cistitis.
-Sujétame el abrigo.
-Oye, ¿vamos a tomar un vermú?
-Sí, por favor, pero yo necesito un café.
Caminamos todavía lo suficiente como para que mis temblores me hiciesen dudar de mi propia composición. Junto a la acera, apareció de pronto un kiosko con mesas al sol.
-Después de la ruta de montaña un vinito en el bar.
-Tía pues parece un bar de monte.
-Por eso lo digo.
-Igual tienen caldo aneto.
-Un vermú.
-Yo otro.
-Una caña.
-Un café con leche, ¿tienes de soja? Pues normal, y un pincho de tortilla.
-Ponme a mí otro.
Y otra vez en el metro con la misma sensación de ser una amiga de mierda y una amiga estupenda. No era hoy el día para llevar la contraria, Lola. Bueno, pero por lo menos viniste. Qué maravilla ese sol y ese aire cortante que tintinea los domingos en Madrid. Las amigas son las que te cuidan la palabra cuando hablas por encima del tintineo y también las que saben cómo despreciarla.