Pinaceae

26.03.2019

Amanecer me recuerda a un aterrizaje. Más bien, al proceso que sigue al aterrizaje. Recogida de maletas, recuperarse, cruzar la aduana. Cuando era pequeña quería ser azafata. Por suerte no me mantuve agarrada a ese sueño: Ahora volar me aturde, pierdo los puntos de referencia, me duele el oído, no oigo, o escucho sonidos extraños que parecen olas de colores fosforescentes. (Además, no puedo utilizar zapatos de tacón porque tengo fascitis plantar.) Nada habría salido bien. Detesto volar. 

Me desperté como si hubiese pasado un mal vuelo. Como un cartógrafo, apunté cuanto recordaba acerca de los territorios que había transitado en los mundos de la noche: Una piscina que se llenaba de agua marina, en medio de una playa, el olor a sal. Lo veíamos todo desde la ventana de un aula, una compañera decía que había chapapote y que no merecía la pena perdernos la clase para bañarnos en ese agua. Ahora me duele un poco la piel, ya no me quedan escamas y me dan miedo los corales. Me siento descontextualizada. Una de mis compañeras de piso le contó a su cita de la semana pasada que meto mis pies en la tierra de las plantas y le pareció muy gracioso. Yo más bien veo grietas y huellas de lo ausente. Una canción que me gusta dice tengo el espacio carente que ocuparía tu abrazo. Podría aceptar la descripción: ni mar, ni tierra, ni aire. 

No es siempre así, sin embargo. Iba a quemar un poquito de tabaco, para ser más humo como lo que me rodea, pero vi el jazmín abierto sobre la barandilla. Sus primeras flores. Me contuvo en mí, marcó mi estar. Opté entonces por escribir el día de ayer, para recordar que no somos la ciudad, sino que la transitamos temporalmente. Somos la contra-ciudad, el anti-Madrid. 

Yo debía leer a Kant, así que me fui a la universidad para tratar de concentrarme. Esto es verdad a medias, porque también me fui para buscar una isla, una de las paradas de nuestro anti-plano de metro. Los árboles desprendían un fuerte aroma. Nunca había percibido olor a pino en Madrid, jamás. Era un olor cálido. Entraba en el pecho calentándolo al mismo tiempo, casi meciéndolo. Curiosamente, el sonido de los pájaros se desvelaba entre las nubes y las ramas. Ceci y yo compartimos un tiempo de café, como hacemos desde septiembre -restándole el período de por medio en que se fue a bañarse en el Atlántico. Sólo decidimos estudiar un par de horas más tarde, haciéndonos las remolonas por el camino, preguntándonos qué nombre tendría tal o cual planta. Pino en los pulmones, pino en la nariz. Leímos el cartel que se levantaba junto a unas flores color lila: pinaceae. -Anda, se llaman pinaceae.- A mí me dio un ataque de risa y entonces entendió lo absurdo de la conclusión. Feliz como estaba, me dejé llevar para acabar autocastigándome por burlarme de los conocimientos botánicos de Ceci. Un pino sangraba savia a borbotones. Me arrojé sobre la resina a manos abiertas y cuando me di cuenta ya me había convertido en un anuncio de pegamento. -¡Pero huele muy bien! 

Nos sentamos a la sombra de un sauce para leer. Estuvimos hablando entonces de todas estas cosas. Me contó que Silvia Rivera Cusicanqui se entiende como una yuxtaposición de identidades y, con sus más y sus menos, nos parecía que la intuición podía encajar en nuestro presente. Yo le conté cómo cuando se fue al Atlántico nos apagaron una de las luces. Estación cerrada temporalmente, como Gran Vía. Vimos una vida donde cada una de las paradas estaba más cerca, desplazada del asfalto. Yo pensaba "ojalá, pero no debo creerlo", y Ceci me decía que tenía que creérmelo para poder tejerlo. 

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