Un viernes cualquiera

20.10.2017

Carteles que anuncian prostíbulos en carreteras a pie de campos llanos. Como vengo de una zona escarpada, de pequeñas parcelas verde intenso, el paisaje castellano me resulta verdaderamente perturbador. No entiendo cómo en la tierra se dibujan formas geométricas y sólo nacen pajas aún más bajas que yo.
En el asiento de detrás, una mujer de unos sesenta años habla por teléfono. Siempre me toca escuchar conversaciones de este tipo. Hoy el tema es una visita a la doctora, porque quien se encuentra al otro lado del telefonillo está muy enferma, o eso dice. Hace poco escuché como otra señora llamaba a su amiga para alardear de su buen estado. "Hija es que tú estás muy mayor. Yo vengo ahora de Benidorm. Y mira, tener hijos para esto. No te cuidan como te mereces, estarías mejor en una residencia."
Estoy retomando la costumbre de escribir para hablar de nada. Puede que la inspiración haya regresado con las nubes, regando mi cerebro. Aunque hoy, especialmente, se debe a este día de Barcelona en Madrid. ¿Qué? Exactamente eso. Parece un día de invierno barcelonés. El cielo está claro, vibra en colores tibios sin cortina después del chaparrón que meció mis sueños. Sin embargo hace frío, frío del que despierta, del que te hace más consciente de tu calor corporal como si te abrazaras contigo misma.
Saludé al portero de mala gana y me devolvió el saludo fingiendo ignorar que no me cae bien. Camino a la Universidad me encontré con el hombre africano que me repite cada día "hola guapa", con un acento muy marcado.
La clase de estadística fue especialmente tediosa. "A ver, a ver, ts, ts, mira, mira, es trivial, si uno está al día de la materia, las propiedades de la varianza se explican solas". La misma cantinela de siempre. Si no es novedad, ¿qué pesaba más que otros días? En primer lugar, es viernes. Los viernes son días destinados a posibles actividades complementarias como charlas o visitas culturales. Realmente sólo una profesora había aprovechado esto hasta el momento y los demás viernes habían sido mañanas de descanso. Pues el profesor de estadística decidió que la actividad complementaria que le correspondía fuese una clase más. En segundo lugar, como vamos cortos de tiempo- "rápido, rápido"- y pierde aún más tiempo diciendo que vamos cortos de tiempo, la clase no duró la hora y media habitual, sino dos horas y media. Y por último, habíamos tenido la posibilidad de escapar al cumplir con las dos primeras horas, pero decidimos quedarnos a escuchar el cuento que traía preparado para contarnos, si le dejábamos. Mercedes me dijo "No es un cuento... Son deberes". El cuento era un problema matemático extremadamente aburrido. Sólo espero que si este hombre tiene hijos, no les cuente cuentos antes de dormir.
En el metro me crucé con un ciego que tenía los ojos azules más bonitos del mundo. Yo llevaba mi maleta. Otra chica con una maleta se colocó a mi lado y fue como si algo nos hiciera de algún modo cómplices.
Entre un encuentro y otro pasé por mi piso a recoger, precisamente, el equipaje. Entré cantando al portal y cuando doblé la esquina, vi que la puerta del ascensor me recibía abierta, sujeta por un brazo. La chica que se bajó en el segundo me había oído y había tenido la consideración de esperar, para que me muriese de vergüenza.

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