Yerma nació de tierra fértil
El Jardín de las Delicias tenía más bien poco de jardín, al menos de jardín francés. Claro, solamente hasta que abrimos las ventanas a la primavera y comenzamos a regar las plantas con sangre menstrual. Entonces se convirtió en selva.
No estoy hablando del cuadro de El Bosco, por cierto, quizá debería haber empezado por ahí, pero suponía que nadie me tomaría por crítica de arte. El Jardín de las Delicias es la identidad, que no el nombre, del hogar que hemos construido en Madrid. Ojo, no es una identidad contenida dentro de los muros que miran a la Calle Embajadores -o a cualquiera de los dos patios de luces- sino que se desborda sobre cada una de nosotras casi con aspiraciones teológicas.
Nos instalamos aquí en septiembre, aunque ya en junio teníamos las llaves y muchas cajas acumuladas por los pasillos que se caían sobre el polvo que había ido anquilosando primero. Si lo que caía eran las cajas o los pasillos queda a gusto del que lo imagine, al fin y al cabo, es verdad. Antes de mudarnos hicimos un sorteo para distribuir las habitaciones. Somos cinco, hay cuatro cuartos. Como uno es considerablemente más pequeño, nos pareció justo que una de nosotras se lo quedase individualmente todo el año. Olivia fue la única interesada, así que no hubo mayor problema. Lo que voy a exponer ahora puede parecer un sinsentido, pero creedme, no es comparable a los cálculos que Penélope tuvo que hacer para efectuar las adjudicaciones. Dos de las habitaciones restantes son enormes y acogen mares de luz. La última es igualmente amplia, pero se asoma al patio de luces. Tenía sentido que dos de nosotras compartiesen esta última durante medio año, al tiempo que las otras dos habitasen los aposentos del rey y la reina. Al llegar enero haríamos un intercambio, como los pájaros, y así todo quedaría equilibrado.
Pues bien, era muy sencillo, una pareja tendría que coger un papel donde pusiese "primer cuatrimestre", o "segundo cuatrimestre", y todos los cálculos estarían hechos. Demasiado aburrido, o demasiado poco complicado para Penélope, que diseñó todo un sistema de elección únicamente comprensible para sí, con el que nos mantuvo ocupadas en un absurdo sorteo toda una tarde de junio. Y esto después de hacer un examen final de microeconomía II. No entiendo cómo, tras idear toda una máquina de vapor, no le parecen triviales los métodos de elección que nos enseña el profesor de estadística aplicada. Después de presenciar semejante parafernalia lo tuve claro, a Penélope le gustaba tejer y deshacer lo tejido. Aquí comenzaba todo y el inicio no podía ser más sugerente.
El primer cuatrimestre, finalmente, nos lo pasamos como compañeras de coven Marina y yo. Un coven es una reunión de brujas, algo similar a un akelarre pero con un sentido menos eventual y más localizado. Sólo éramos dos, pero hicimos el pacto de que no dejaríamos que la otra buscase un coven mayor. Mi padre siempre ha dicho que tengo el perfil adecuado para acabar metida en una secta, así que la monogamia en este caso no me pareció tan descabellada.
Ahora mismo nos separa una pared, aunque vivo más en el balcón que dentro de la casa. Como decía al principio, tenemos una selva. Es verdad que en Madrid cualquier ápice verduzco parece milagrosamente exuberante, pero teniendo en cuenta este contexto, no exagero al hablar de los brotes de albahaca que alfombran mi suelo. Anteayer descubrí que también las fresas están germinando, y ya había perdido toda la fe. Quizá hasta logre que Resu resucite. Resu es un romero que Haizea plantó en invierno y, a diferencia de cualquier otro romero del mundo, no resistió al frío. Penélope le puso ese nombre esperando que surtiera algún tipo de efecto vigorizante. Yo abrazaba la maceta y le cantaba "reverdecer" a diario, pero seguía convirtiéndose en esqueleto triste. Lo único que aún vive en Resu es el olor. Yo sigo regándola, por si algún día despierta. Haizea y Marina también habían sembrado rosas. Cogieron una caja de madera de las que amontonan a las puertas de las fruterías y escribieron Larrosak con pintura acrílica sobre uno de los tablones. Como esa tierra nunca escupió nada, al llegar el sol yo me sentaba en el suelo del balcón con los pies sumergidos en el sustrato. Ayer leí que la fase menstrual tiende a igualarse con el ciclo lunar coincidiendo la luna nueva con el primer sangrado cuando una está más en contacto con la naturaleza. Creo que este reposapiés es el causante de todas mis agonías, agonías que estoy aprendiendo a aceptar. Resulta que ahora mi regla aparece cuando la luna desaparece. Parece irrelevante pero no lo es, en absoluto. Me sumerge en un profundo periodo de repliegue y me vuelvo mustia, como Resu. Me apaga tanto, que esta duermevela interior conmueve a Haizea y se esfuerza por ponerme una mano en el hombro, toda una hazaña afectiva para ella. Imagino que en el fondo se siente culpable porque sabe que es su poder hormonal lo que me está arrastrando hacia los ciclos lunares bajos. No falla, cuando ella menstrúa, caemos todas. La tendencia es cada vez más fuerte.
Volviendo a las plantas, y a propósito de la menstruación, efectivamente, ahora la utilizamos como fertilizante. Deberíais probarlo. Es gracioso porque Marina llama vaquiti a Haizea, y ahora es una vaquiti que produce abono, todo muy satírico. Vertimos nuestras copas menstruales en tarros de cristal y diluimos la sangre en agua.
Marina lleva ya dos meses utilizando esta disolución para regar sus bulbos. Ha sido todo un fenómeno. El crecimiento de esa planta ha alcanzado velocidades casi iguales a las de la vida en Madrid. Si una se quedara observándola durante todo el día, podría ver los cambios que experimenta. Cuando llegábamos a casa después de clase, un tallo había aumentado dos centímetros, al día siguiente, el otro tallo rebasaba al compañero, y continuamente esta desmesura nos sorprendía. No es broma, llegó a darme miedo. Podría ser protagonista de una película de Hitchcock, me preocupaba despertarme un día y encontrar a Marina asfixiada en los pétalos de Yerma. Así la bautizamos. Resulta que yo estaba leyendo la obra homónima de Lorca. Me pareció que, a pesar de su significado, era un nombre precioso y que si tuviese una hija la podría llamar así. Cuando se lo conté a una amiga se rió de mí y me preguntó si a mí me gustaría llamarme Yerma. Le dije que sí y me respondió que si durante toda la vida o por un par de días. En casa repetí mi ocurrencia y a todas les pareció estupendo. Como estaba ansiosa por utilizar el nombre y honestamente no creo que una hija mía vaya a existir jamás, decidimos que Yerma sería la planta monstruo de Frankenstein que, no bromeo, hasta escupe purpurina.
Ahora Yerma está comenzando a marchitarse, pero eclosionó de un día para otro, sangre de nuestra sangre. Yerma nació de tierra fértil. De tierra que primero fue arcilla polvorienta agrietada por los radiadores que no se cierran, pero que hicimos vida y nos devolvió carmín.